miércoles, 30 de mayo de 2012


La maldición del dragón
Relato original de Pacelli Torres

Poco después de mi excursión a la vereda Buenavista donde visitara a mi amigo Flavio noté una pequeña incrustación en mi mano izquierda. Al cabo de unos días ésta se había hinchado y producía un agudo dolor.

“Se trata de una espina, la herida está infectada” me dijo el doctor cuando me examinó y me ordenó tomar antibióticos y algo para el dolor.

En el camino a casa me encontré con Gabriela, de quien se decía que había crecido entre gitanos y que era bruja.

“Esa mano no se ve nada bien”, me dijo, “yo tengo la pomada precisa para esos males.”, y me llevó a su casa.

Gabriela y sus amigos vivían a las afueras del pueblo, tenían un grupo de teatro experimental al que llamaban Rayos de Almagá. Aparentemente habíamos llegado en medio de un ensayo, pues todos estaban vestidos con máscaras y trajes multicolor.

Hicieron una pequeña pausa para presentarse. “Almagá es una estrella en la constelación de Visertá”, me explicó el lider del grupo, un hombre mayor de barba blanca que vestía una túnica color cobre. Su cara estaba adornada con signos planetarios.

Gabriela me condujo hasta una habitación separada de la casa y me dejó allí mientras iba a buscar su caja de ungüentos. Las paredes estaba adornadas con tres grandes pinturas. En la primera había una torre que emergía del mar. Un camino ascedente le daba varias vueltas y conducía a un tenebroso castillo. La segunda representaba un árbol encorvado y la luna llena. Y en la tercera, que fué la que más me llamó la antención, había un ser diminuto sentado entre los juncos a la orilla de un río, se trataba de un duende o algo parecido. Me acerqué a la pintura para ver de cerca la expresión de quel singular personaje, pero fui distraído por unos golpes de tambor que venían del patio.

Por la ventana pude ver que se trataba del ensayo del grupo de teatro. Había una cueva hecha con papel de color rojizo y de ella emergió un ser con alas de buitre que caminaba sobre zancos. Con cada golpe del tambor daba un paso. Al principio se movía lentamente como si estuviera dudando pero luego el ritmo se aceleró y comenzó una enérgica danza. De repente la música se detuvo. El ser alado quedó petrificado con el rostro escondido entre las alas y al levantar la cabeza lentamente sus ojos encontraron los mios. En ellos reconocí a Gabriela.

“La marca del dragón está aquí”, dijo. Y todos se avalanzaron contra mí. Muy tarde comprendí que lo que había en mi mano no era una espina sino una escama de dragón. Pero mi infortunio no terminó allí. Con horror descubrí que mis atacantes no estaban disfrazados, aquella era su verdadera apariencia.

“Yo soy una víctima del dragón”, grité, pero no me escucharon. Mi visión se opacó con tantos colores moviendose a mi alrededor y perdí el conocimiento.

Convertido en un murciélago dentro de una jaula de madera atada al lomo de un buey acompañando la procesión de seres de ultratumba vagué largo tiempo por un mundo fantástico de cielo amarillo y ocre.

Mi alma había perdido toda esperanza.

Una tarde, sin embargo, me sorprendí al reconocer el paisaje que había visto en una de las pinturas y que tanto había llamado mi atención. El pequeño duende no estaba, pero los juncos y el río eran inconfundibles.

El candado de mi jaula se movió y al darme la vuelta descubrí al duende que trataba de liberarme.

“Dame una pista me dijo” necesito una pista para poder salvarte.”. Entonces como en un sueño recordé el nombre del grupo de teatro.

“Almagá”, le dije y repetí: “Almagá, en la constelación de Visertá.”

El duende anotó las palabras en una libreta y sonrió.

“Te felicito”, me dijo, “haz ganado tu libetad.”. Pero sus palabras me llegaron como un eco pues me encontré descendiendo tranquilo por uno de mis caminos favoriotos.

Efectivamente, el duende había cambiado el orden de las letras y en su libreta aparecía: Málaga y Servitá.

lunes, 28 de mayo de 2012


El visitante del infierno
Relato original de Pacelli Torres


La cadena alrededor de mi cuello apretaba de una forma incómoda la vena yugular. Solamente manteiniendo la cabeza un poco inclinada hacia el lado izquierdo podía librarme de tan incómoda sensación. Pero eso no era todo. El tener que caminar en cuatro patas requería concentración y el movimiento rítimico de mis orejas con cada paso era una fuente de permanente distracción.


Me había transformado en un canino inmundo y huesudo que atado a una cadena seguía a un espectro.


Un viento helado soplaba desde del norte y nosotros descendíamos por un camino tallado en la roca de un imponente peñasco.


En los recodos de mi conciencia recordaba vagamente haber sido humano alguna vez. Mi mente de animal me gritaba, sin embargo, que eso no era cierto y me recordaba el reflejo sobre una laguna oscura donde algunos días atrás había contemplado por primera vez una imagen de mi miserable ser.


Para aumentar mis tormentos, mis sentidos se habían agudizado tanto que ningún movimiento a mi alrededor pasaba desapercibido. Había desarrollado también un sexto sentido del cual supongo que mi amo no tenía idea, con él podía captar los estados anímicos de los habitantes de otras dimensiones.


Mi amo era una figura alta y robusta que llevaba una pesada capa púrpura. Caminaba lentamente llevando en su mano el extremo de la cadena a la cual estaba yo atado. El ruido de su respiración me tenía al borde del desespero. De vez en cuando se detenía y daba la vuelta para revisar si todo estaba en orden, tal vez temía que alguien nos estuviera siguiendo. A veces posaba su mirada en mí, mis ojos no la resistían y yo bajaba la cabeza hasta casi tocar el piso con mi hocico. Entonces él esbozaba una sonrisa vacía y los dos continuabamos nuestra marcha.


Luego de un camino que me pareció eterno llegamos a una abertura en la roca. Mi amo la inspeccionó con cuidado y haló de mi cadena para que lo siguiera. Adentro la oscuridad era total, o más bien debería haber sido total, pues gracias a mis nuevos sentido pude ver a la perfección aunque lo que ví hubiera querido no haberlo visto nunca.


En el centro de la cueva, sentado tras una mesa de piedra, había un segundo espectro. Aquel era mucho más espeluznante que mi amo. Un pico de buitre sobresalía de su cara deforme y sus manos tenían la forma de garras. Con una voz de ultratumba emitió unos sonidos que supongo que eran un saludo, pues mi amo respondió de igual manera y me señaló un rincón para que lo esperara.


Yo obedecí al instante, tratando de disimular la gran confusión que me producía un enjambre de sentimientos captados por mi sexto sentido.


Desde mi lugar de reposo pude ver cómo mi amo negociaba con su anfitrión. Discutieron por algún tiempo y luego pusieron algo que reconocí como dinero sobre la mesa. Mi amo levantó un billete y mis ojos de bestia canina se posaron sobre sobre su superficie. Los colores eran difusos, pero lentamente fueron tomando forma. Allí estaba doña Ernestina discutiendo con la difunta Delfina sobre una gallina que se le había perdido. Este era un incidente muy conocido en el pueblo donde yo vivía de niño y que ahora se contaba como anécdota en las cocinas. Gracias a aquella visión recobré mi conciencia de humano aunque aún conservaba mi cuerpo de perro.


Doña Ernestina iba todos los domingos a misa para rogar perdón por las injurias con que había atormentado a doña Delfina el día anterior a su muerte. Este altercado había sucedido hacía mucho tiempo, pero permanecía fijo en la mente de Ernestina, todos en el pueblo lo sabíamos.


Mi mente pareció ensancharse y recordé las palabras que había leído en alguna parte: “El egoismo, la avaricia, la discordia y todas las demás emociones negativas de los humanos son la moneda con que se negocia en el infierno.”


Con mi cuerpo de perro, alojando mi alma de humano, dí un gran salto sobre la mesa de piedra y tomé aquel billete en mis fauces. Los dos espectros llenos de asombro y de ira lanzaron un grito horrible y extendieron las manos para atraparme. Mi cuerpo se deshizo como el humo en el aire, una luz dorada me envolvió y fuí a aparecer a la salida de la iglesia en mi pueblo natal.


Doña Ernestina caminaba delante de mi, supuse que un billete que había en el piso se le había caído a ella, lo recogí por instinto y se lo devolví.


Muchas gracias mi niño” me dijo y sus ojos claros sonrieron. Entonces supe que su pecado había sido perdonado.

Microlingotes provinciales



Microlingotes provinciales
Por Pacelli Torres

Las coordenadas fueron confirmadas y reconfirmadas, no cabía duda, el destino era Chitagá en la cordillera oriental. Hacia allí se dirigió la nave espacial y con una suave maniobra se situó sobre su objetivo.

Abajo, junto una mesa de billar, don Jacinto, masajeandose la barriga, estudiaba su próximo tiro.

Una mosca vino a revolotear sobre él y lo distrajo. Don Jacinto, de un manotazo la hizo caer al piso; nosotros en nuestra nave espacial sentimos el impacto, nuestros instrumentos enloquecieron, la nave se precipitó y chocó violentamente con el suelo. De esa forma la misión intergaláctica fue un verdadero fracaso.
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“El sol de la tarde trae una canción nueva”, decía doña Agripina cada viernes mientras le daba forma a sus arepas. Y entonces comenzaba a cantar. En la carrera tercera, entre calles quinta y sexta del Cerrito su canto formaba una espiral de luz que ascendía hasta el infinito. Fue tal luz la que alertó a nuestro comandante y lo entusiamó tanto que nos hizo cambiar el curso de nuestra trayectoria. “Allí está nuestro objetivo”, nos dijo, “lo que buscamos no está en Andrómeda sino en la Tierra”. Nuestra nave descendió presurosa y nos posamos sobre su casa. Entonces, desde la distancia y con ayuda de nuestros más delicados instrumentos los científicos de abordo pudieron concluir su investigación. Escribimos nuestro reporte y lo enviamos a la sede central. Sólo un tercio de nuestra tripulación regresó a casa después de aquella misión. El resto, yo entre ellos, convertidos en niños jugamos maras en una calle empolvada y esperamos que doña Agripina venga a regalarnos sus arepas.
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“Filomeno, el gato debe llamarse Filomeno”, insistía la anciana Rafaela sentada en una mecedora frente a su frutería en Capitanejo. “Les digo que el bendito animal se tiene que llamar Filomeno”, repetía ante la intención de sus nietas de llamarlo Pepo. Al mismo tiempo, miles de años luz en la distancia una joven y brillante astrofísica insistía que al nuevo satélite del planeta Urkos se le llamara Filem y no Pepus como insistían sus colegas.

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Largo tiempo se trabajó en el proyecto de un túnel intergaláctico que uniera la cuarta y la quinta dimensión. Los cálculos, hechos con los más avanzados computadores, demostraron que había un error en los planos originales. Se plantearon otras posibilidades pero las dificultades con los simplificadores cuánticos no pudieron superarse. Desesperados, los investigadores decidieron probar otras alternativas y allí, en un ligero ángulo del altar en la catedral de Soatá descubrieron una valiosa pista. Desde entonces se ha visto a un campesino caminar una y otra vez con su buey desde la Uvita hasta Boavita. Sus comandantes confían en que pronto descubra la clave para construir el túnel.
La lección de Filososfía
Relato original de Pacelli Torres

Estando en décimo en el Colcustodio recibimos un trabajo en la clase de filosofía que cambiaría nuestras vidas. Debíamos hacer un cuadro comparativo entre las filosofías de Platón y Aristóteles.

Todos hicimos lo que mejor pudimos, pero el trabajo más trascendente de todos fue el de nuestro compañero Flavio. Al abrirlo el profesor se sorprendió pues se trataba de una sola frase.

“Las filosofías de platón y Aristóteles son la misma boba pero con distinta bata”, decía.

El enojo del profesor fue verdaderamente irracional. Insistió ante las directivas que aquel muchacho estaba loco y que lo mejor era expulsarlo del colegio.

La prueba que hizo un sicólogo ratificó el diagnóstico, lamentablemente Flavio había perdido la razón.

En lo personal a mí me quedaban muchas dudas, así que decidí visitarlo en la vereda Buenavista, donde lo tenían recluido en la finca de sus abuelos. Lo encontré junto a la quebrada donde se distraía lanzando piedras y contando los anillos que se formaban.

“Tengo que encontrar a Escalatín”, me dijo con tristeza mirando el agua. “Escalatín es una espada mágica forjada por los dioses al mismo tiempo que Excálibur, la mítica espada del rey Arturo, con ella he matado seis dragones, el séptimo logró escapar y me está buscando para vengar la muerte de sus compañeros. El enano de la mina me robó la espada anoche, y sin ella estoy a merced del dragón, tienes que ayudarme”.

Accedí a su petición, pues siempre había oído que a los locos hay que seguirles la corriente.

Penetramos por una cueva adornada por extraños signos no muy lejos de la llamada  peña del cabro. Descendimos un largo trayecto antes de oír los ecos de un martilleo, siguiendolos nos encontramos con el enano que había dejado la espada en el piso y martillaba una veta de metal precioso. Al vernos se agachó para alcanzarla, pero Flavio dijo unas palabras y la espada voló hasta sus manos. Los dos huímos a toda prisa. El enano lanzando maldiciones nos persiguió durante un trayecto pero debido al tamaño de sus piernas y a que se enredó dos veces con su barba pudimos dejarlo atrás, finalmente salimos de la cueva y nuestro perseguidor refunfuñando amenazas se dio la vuelta, seguramente temía a la luz del día.

Afuera nos encontramos con el dragón que revoloteaba como si estuviera buscando algo. Al descubrirnos se lanzó contra nosotros y Flavio, rápido como el rayo le cortó el cuello.

Ahora yo ya no tuve dudas, la espada existía y Flavio no estaba loco. “Mirando a su víctima me dijo: “Si combinamos las enseñanzas de Platón y Aristóteles obtendremos la clave de la existencia”.

Ascendimos la cumbre arrastrando el cuerpo del dragón, y lo dejamos sobre la peña del cabro junto los otros.

“Aquí están mis siete dragones”, dijo mi amigo, “con tu ayuda los he vencido”, y en efecto, bajo la luz parpadeante del sol poniente pude distinguirlos claramente.

El último había sido la ignorancia, y allí estaban también la pereza, la apatía, la desesperanza, la mediocridad, el egoísmo y la avaricia.

“Tú tienes tus propios males, y la gente del pueblo también”, me dijo Flavio mientras subía a su carruaje de plata, “no te dejes vencer por ellos, debes mezclar la ciencia de Aristóteles con la espiritualidad de Platón y hacerlas accesibles para todos”, y poniendo en mis manos la espada ascendió tirado por seis caballos blancos alados.

Escalatín, en mis manos, se convirtió en millares de letras que cayeron como tipos de imprenta sobre el piso. Desde entonces he estado tratando de formar palabras para continuar la lucha de mi amigo y sus maestros.


El mensaje de la flor
Relato oririginal de Pacelli Torres

¿Cuál es el mensaje de una flor? ¿Qué es lo que nos quiere decir con su suave textura y el delicado tono de sus pétalos?

En esta pregunta estasba absorto el conde de Mondaltmán cuando desapareció. Mi padre trabajaba para él. Era el encargado encender las velas en las noches y de ordenar y limpiar la enorme colección de libros de su biblioteca. Yo lo acompañaba en esas labores, pues según la costumbre de la época, al crecer tomaría su lugar.

Los estantes estaban construídos de madera rojiza con delicados arabescos en sus bordes. La cantidad de libros era increíble, y las leyendas sobre ellos habían sido contadas de generación en generación en la cocina del castillo.

Al conde lo vi sólo un par de veces. Era alto y delgado y tenía una mirada que parecía venir de otro mundo.

La tarde que desapareció estaba frente a la ventana contemplando la lluvia cuando un enorme rayo iluminó el cielo. Tal vez sería más exacto decir que aparecieron tres relámpagos simultaneamente que se entrelazaron entre sí y tomaron la forma de una enorme mano. Aquella mano sobre natural tomó al conde con delicadeza y se lo llevó a otro mundo.

“El castillo está embrujado”, dijeron los sirvientes. “Es exactamente un año desde la muerte de la condesa”, dijeron los consejeros y ministros. Y no bien había dejado de llover cuando todos abandonaron el castillo. Mi padre también tuvo que marcharse, pero prometió venir a recogerme después del invierno.

Y así, me quedé solo en el enorme castillo. Mi única petición fue que me dejara las llaves de la biblioteca.

Las semanas que siguieron estuve dedicado a hojear los libros del conde. Las partes alusivas a las flores estaban cuidadosamente subrayadas con tinta dorada. Al margen de un tomo muy viejo había una nota escrita por el puño y letra del conde.

“¿Cual es el mensaje de una flor?”, decía,”las he visto en el bordado de la capa del rey y también en el delantal de la humilde sirvienta. Su forma está a menudo impresa en monedas y templos milenarios pero es borrada en segundos tras ser dibujada en la playa por los niños....”

“¿Cuál es el mensaje de una flor?”, me dije a mí mismo y me acerqué a la ventana para contemplar la campiña.  Entonces noté cómo el sol tomaba la forma de una flor de diente de león. Pensé que mis ojos me engañaban y me los forté incrédulo. Pero no era una ilusión, allí estaba la flor amarilla en medio del cielo, y no sólo era esa eso, en realidad estaba creciendo.

Creció tanto que cubrió todo el firmamento y luego, en sus pétalos pude descubrir líneas de fibras que crecieron hasta parecer ríos. Cada fibra estaba formada por una maraña de hilos y de ellos surgieron esferas en movimiento que vibraban y parecían estar interconectadas por una fuerza invisible.

Una de aquellas esferas era azulada y aumentó tanto de tamaño que pude distinguir mares y continentes sobre ella, luego valles y montañas y finalmente un camino empedrado que parecía salir de la ventana donde yo estaba, sin pensarlo dos veces comencé a caminar por él pues me parecía increíblemente familir. El sonido de las hojas, el aroma a eucalipto, la suave brisa, el murmullo del arroyo, todas ellas eran cosas que de alguna forma yo conocía.

Lo seguí extasiado pensando que se trataba de un sueño. Finalmente llegué hasta un lugar que reconocí de inmediato, era la ladrillera de Ancelmo, en la vereda Lavadero.

“Aquí está”, dijo el ladrillero y salió corriendo llevando un ladrillo en la mano, “aquí está” repitió, y quien lo hubiera visto creería que se trataba de Arquímedes gritando “Eureka”. Aquí está”, me dijo mirándome a los ojos, y en ellos reconocí la mirada del conde.

“Lo he encontrado”, continuó recobrando la cordura, “El mensaje de la for es la flor misma.”