jueves, 26 de junio de 2025

 Paraíso revivido (Del libro Horizonte invertido)

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama




Capítulo 1


No soplaba el viento en el Estigia, el río que marca la frontera del reino de los condenados.

Nunca lo había hecho.

Las aguas permanecían negras como la idea misma de la nada. No reflejaban el mundo; lo devoraban.

En la orilla, Caronte, el barquero encargado de transportar las almas, miraba a lado y lado con desesperación. Sus manos temblaban por la furia. El remo había desaparecido. Alguien había osado robarlo. El remo no era un instrumento: era parte de él, tallado en la madera primordial que delimitaba el Inframundo, cuando los dioses separaron los planos de existencia.

 Ahora, sin él, el río se había detenido. Las almas se amontonaban en la orilla como larvas hambrientas. No podían embarcar. Tampoco retroceder. Veían la bruma que velaba la otra orilla y gemían con un pánico ancestral. Gritaban. Rogaban. Se empujaban. Se odiaban. 

Pero Caronte no escuchaba. 

Pensaba en su remo y un vacío abismal se abría en su pecho, como si la corriente del río fluyera ahora dentro de él, devorando su centro.

 Entonces pronunció su maldición, en un lenguaje tan antiguo como el remo desaparecido.

Sus palabras fueron amplificadas por los riscos escarpados.

En la superficie de Estigia creyó descubrir dos figuras, una masculina, la otra femenina, y las dos reían. 


Capítulo 2


La tierra tembló.

Pik y Yala, los dos demonios traviesos, detuvieron su carrera justo a tiempo para escuchar el crujido. No fue una grieta, ni un deslizamiento. Fue un suspiro final.

La llanura detrás de ellos —y luego, súbitamente, bajo sus pies— colapsó como si hubiese sido una ilusión sostenida por una mentira geológica.

Ambos cayeron. Pero no demasiado. No al abismo.

Sus pies golpearon algo tenso, afilado y extraño.

Una inmensa telaraña.

No estaban adheridos, pero tampoco caían. Los hilos se extendían bajo ellos como líneas de pesadilla, negras y brillantes, tensadas como cuerdas de violín recién afinadas.

Pik abrió los brazos para mantener el equilibrio, tambaleándose sobre uno de los hilos.

—No… no puede ser —jadeó. El remo temblaba en su mano.

Yala chilló, un sonido corto, desesperado, mientras extendía también los brazos, en un afán desesperado por mantener el equilibrio.

—¡Nos está mirando! —gimió, y su voz reverberó entre los hilos como si el aire mismo estuviera escuchando.

No había viento. No ahora. Solo el eco terrible de la maldición de Caronte, aún vibrando en las rocas flotantes que se alejaban, como dientes arrancados, en el abismo sin fondo.

Pik tragó saliva.

—Esto no es una broma. Estamos en serios apuros.

Yala apretó los ojos.

—¿Y si caemos?

—No es cuestión de si —respondió Pik, mirando al vacío debajo—. Es cuestión de cuándo.

El abismo no parecía tener fin.

Nada se movía allí abajo. Ni viento, ni sombra, ni eco. El vacío era tan puro que comenzaba a devorar sus pensamientos antes de que pudieran tomar forma, como si el miedo mismo se disolviera en él antes de nacer.

Y entonces, algo crujió.

No fue un hilo. Fue un sonido más profundo, más viejo. Como huesos colosales que se desperezaban tras siglos de inmovilidad.

Yala levantó la cabeza, los ojos desorbitados.

—¿Escuchaste eso? —murmuró.

Pik asintió lentamente.

—No fue un lamento. Fue algo que despierta.

Desde el centro de la telaraña, emergiendo con una lentitud que helaba la sangre, apareció.

Una araña colosal, su cuerpo del tamaño de un templo, avanzaba con una calma monstruosa. Sus patas, negras y segmentadas, tensaban los hilos al moverse, produciendo un zumbido vibrante que se sentía en los huesos. Tenía muchos ojos. O tal vez era uno solo que se replicaba, como un reflejo imposible. Negros como lunas eclipsadas.

Yala dio un paso atrás. El hilo bajo sus pies vibró con una amenaza muda.

—Pik…

Él no respondió de inmediato. Su rostro estaba pálido, ceniciento, la mirada fija en la criatura. Luego, como sacudido por un recuerdo, metió la mano en su chaleco.

De uno de sus bolsillos interiores —esos donde el espacio es una mentira cuidadosamente diseñada— extrajo una semilla pequeña y translúcida. Latía con un pulso tenue, casi orgánico. Dentro, los colores cambiaban lentamente: rojo, dorado, blanco… y luego negro. Un negro que no era ausencia, sino totalidad. Como si contuviera cada color y cada destino.

Al ver la semilla, la araña se detuvo.

Entonces, la criatura retrocedió un paso. No con miedo, sino con un chillido agudo y atávico que hizo vibrar los hilos, el aire y los propios huesos de los demonios. El sonido no era solo un grito: era una llamada. Un reconocimiento. Algo que había estado esperando desde antes del tiempo.

—¿Qué es eso? —preguntó Yala, sin atreverse a mover un músculo. Sus ojos seguían fijos en la semilla.

—La semilla del Árbol del Bien y del Mal —dijo Pik, con una voz que no parecía suya. No había jactancia, ni siquiera orgullo. Solo una extraña solemnidad que raramente se permitía—. La robé del Paraíso.

—¿Y nunca me lo dijiste? —susurró Yala. Pero no había reproche, solo asombro.

La araña se movía otra vez. Con lentitud medida, casi reverente, comenzó a rodearlos en un amplio semicírculo. Cada paso hacía vibrar los hilos con una tensión silenciosa, como si el aire mismo contuviera el aliento.

La semilla palpitaba con más fuerza.

Y el abismo debajo ya no parecía vacío. Parecía expectante. Hambriento.

Entonces, sin aviso, Caronte apareció.

No vino desde el horizonte. No ascendió del abismo. Simplemente estaba allí, de pie sobre un hilo a pocos pasos de ellos. Como si el chillido de la araña no solo lo hubiera llamado, sino invocado.

Su rostro, ajeno al tiempo, era una máscara sin emoción. Sus ojos, pozos vacíos, no ofrecían consuelo ni condena. Solo certeza.

Pik y Yala se quedaron inmóviles. Como estatuas esculpidas en el instante exacto del juicio.

Pik se arrodilló sin pensarlo. Fue un movimiento natural, instintivo, como si su cuerpo supiera lo que el alma aún no alcanzaba a aceptar. Yala lo imitó con torpeza, bajando la cabeza. Eran como dos niños que habían roto algo cuya magnitud apenas empezaban a comprender. Algo que no sabían nombrar, pero cuyo valor sentían en cada fibra.

—Perdón —dijeron al unísono, y su voz cayó en el abismo como una hoja seca.

Caronte avanzó. No hizo ningún gesto amenazante. Simplemente caminó, pero su paso era lento como los siglos, y el aire alrededor se tensaba con cada movimiento. Cuando sus dedos tocaron el remo, los hilos de la telaraña vibraron una sola vez… un suspiro de universo… y luego, silencio absoluto.

El barquero los miró.

En sus ojos vacíos se encendió algo que no era fuego ni sombra. Una tormenta que no terminaba de formarse. Pero también —solo por un instante— compasión. Tal vez.

—Son solo un par de chicuelos —dijo, más para sí mismo que para ellos. Una frase suspendida entre la clemencia y el juicio.

Pero Pik ya sabía.

Lo supo incluso antes de que Caronte hablara. Que la travesura había terminado, y que las deudas en el Inframundo se saldan con algo más que disculpas.

Sin esperar señal alguna, se puso de pie. La semilla latía en su mano, viva aún, como si supiera lo que estaba por venir.

La sostuvo frente a sí, con ambas manos, como se sostiene un corazón arrancado.

Yala lo miró, sin entender del todo, pero con lágrimas ardientes en los ojos.

Pik no dijo nada. Solo le dio una última mirada, como un hermano mayor antes de cruzar una puerta sin regreso.

Y dejó caer la semilla.

La semilla cayó y se perdió en el vacío. Solo desapareció, tragada por un silencio absoluto.

—Espero que hayan aprendido la lección —dijo Caronte.

Y entonces, como si su presencia nunca hubiera sido más que una grieta en la realidad, desapareció. La araña también. La telaraña se disolvió con un suspiro largo, casi misericordioso.

Y el suelo volvió bajo sus pies, sólido, seco, como si nada hubiese pasado.

Pik y Yala quedaron allí, de pie, solos otra vez, en la vasta llanura. El horizonte era el mismo de antes, pero algo —en ellos, en el aire, en el tiempo— ya no lo era.

Yala lo miró de reojo.

—¿Tienes otra semilla?

Pik guardó las manos en los bolsillos y suspiró.

—No.

Hubo una pausa.

—Pero tengo una idea. Una buena. Robar una de las cornetas frente a la muralla de Jericó.

Y entonces corrieron riendo.


 Error de frecuencia (Del libro Horizonte invertido)

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama



Capítulo 1


Abelardo Acuña, conocido simplemente como Bel, cerró la puerta de su taller de reparación de electrodomésticos. El día había sido lento. Reparó un ventilador que ya no giraba y una licuadora que solo funcionaba si se la golpeaba con firmeza. Nada estimulante.

Después de cenar, se sentó como siempre frente a su radio de válvulas. No era solo un hábito: era una especie de rito que le servía para dejar atrás los ocasionales sinsabores del día. A veces, si tocaban música suave, cerraba los ojos, imaginando las ondas electromagnéticas viajando por el aire como antiguas voces de los dioses. Pero aquella noche, no había música, solo voces apresuradas. Cuando por fin logró captar una emisora con claridad, emitía un anuncio especial:

"Atención, atención, ciudadanos. Interrumpimos nuestra programación habitual para informarles una noticia de gran trascendencia internacional. Hace pocas horas, tropas del ejército alemán han cruzado la frontera de Polonia, iniciando una ofensiva armada que ha estremecido al mundo entero. Este acto ha sido calificado por las potencias europeas como una invasión en toda regla. Desde Londres, el primer ministro británico ha emitido una declaración urgente, y se espera la respuesta de Francia en las próximas horas.

En este momento, la paz del mundo pende de un hilo. Lo que hasta ayer era tensión diplomática, hoy se ha convertido en guerra.

Reiteramos: Alemania ha invadido Polonia. Europa entra, una vez más, en el abismo del conflicto armado.

Seguiremos informando con nuestros corresponsales desde las capitales del mundo. Manténganse en sintonía de Radio Nacional. Que Dios proteja a los pueblos en estos tiempos inciertos.”

Giró de nuevo el dial. Una emisora tras otra hablaba de la invasión a Polonia. Las voces parecían repetirse, como si todas provinieran de un mismo lugar, una única garganta ansiosa y sin esperanza.

Bel suspiró. Existía un mundo allá afuera, era cierto, pero él vivía en su mundo interior, con sus aparatos, sus libros y sus caminatas por el campo.

Estaba a punto de apagar el radio, cuando la aguja del dial se movió sola, con un ligero chasquido.

La frecuencia no tenía marca.

Y la voz que emergió de los altavoces parecía provenir del aire mismo.

“Muy buenas noches, estimados oyentes. Hoy, en nuestra acostumbrada serie de historia y mitología, hablaremos de una figura temida y fascinante: el demonio, tal como ha sido representado en el imaginario cristiano, y cómo su imagen fue moldeada a lo largo de los siglos.

Aunque el cristianismo primitivo no describía al demonio con una forma clara, con el paso del tiempo, los artistas y teólogos comenzaron a darle cuerpo y rostro, tomando prestados elementos de otras culturas milenarias.

De los antiguos griegos, heredaron la figura del sátiro —seres del bosque con cuerpo humano, patas de cabra y cuernos— asociados al dios Dionisio y a los placeres mundanos. Su apariencia salvaje y provocadora fue reinterpretada como símbolo de pecado y tentación.

Más atrás aún, en las culturas mesopotámicas, como la sumeria, encontramos divinidades y demonios con cuernos que representaban poder y autoridad sobrenatural. Estas imágenes también influyeron en la iconografía cristiana posterior, dando al demonio su distintivo par de cuernos.

Así, a través de siglos de reinterpretación y sincretismo, el demonio cristiano pasó de ser una entidad abstracta a la criatura con pezuñas, cuernos y mirada ardiente que habita en las páginas de grimorios y vitrales medievales.

Un ejemplo, queridos oyentes, de cómo las civilizaciones no solo se enfrentan, sino que también se entrelazan, incluso en sus visiones del mal.”

Hubo interferencia. Cuando Bel se las arregló para sintonizarla de nuevo, la voz continuó.

“Contactarlos es sencillo. No se requieren rituales sangrientos ni altares secretos. Solo… atención.

Bel tuvo la sensación de que ahora el locutor se dirigía directamente a él.

 Tragó saliva.

La voz continuó:

“El número 143 es la llave. Escríbelo. Enciérralo en un triángulo. Luego en un cuadrado. Finalmente en un círculo. Si alguna entidad te encuentra digno… te hablará. Y te concederá un deseo.

La voz se detuvo.

Bel, sin pensar, susurró:

—¿Y a cambio de qué?

La radio guardó silencio.

Pero luego continuó con el tono inicial:

“En nuestra próxima edición, cruzaremos de Occidente a Oriente. Dejamos atrás las oscuras cavernas del demonio medieval para adentrarnos en la vasta y luminosa tradición espiritual de la India, donde lo invisible no es temido, sino comprendido. En la mitología hindú, lo sagrado no está más allá de lo humano, sino dentro de él. Un concepto antiguo, pero por lo mismo, sabio.”

Y entonces, interferencia.

Un zumbido extraño, metálico.

Y luego, silencio.

Bel giró el dial. Nada. Solo ruido blanco.

Pero la voz, el mensaje, resonaba como un eco dentro de su mente.

Bel tenía su habitación en la trastienda del taller, era sencilla pero acogedora, con un estante para sus libros y una ventana que abría al solar de la casa. Era una casona antigua, con teja de barro y muros de tapia pisada. La mayoría de las habitaciones estaban cerradas con llave. El propietario, un hombre mayor, se había ausentado desde hacía tres meses y había pedido a Bel regar sus plantas y hacerse cargo de las gallinas en el solar. Bel amaba aquel lugar. De vez en cuando se sentaba a leer junto a un pequeño pozo donde había descubierto renacuajos.

Al día siguiente, Bel abrió el taller un poco antes de lo acostumbrado. Había pensado una y otra vez sobre el programa de la noche anterior e intentaba convencerse de que se trataba de una broma de radioaficionados, un discurso editado. Que el radio nunca le habló a él directamente.

Lo más probable era que alguien jugara con frecuencias no registradas, se dijo.

Y aun así, algo le incomodaba.

Trabajo pendiente, no tenía, así que se dedicó a releer una colección de cuentos de Edgar Allan Poe. Estaba concentrado en la lectura, cuando escuchó la campanita de la puerta.

Era don Ernesto, un viejo amigo del propietario de la casa.

—Bel, buen día. No le quito tiempo. Solo vengo a informarle —dijo con voz seca, sin entrar del todo al taller— que el dueño ha decidido vender la propiedad.

Bel lo miró con grandes ojos.

—¿Toda la propiedad?

—Así es. La casa, los locales, el jardín del fondo… todo. Dice que hay interés de un grupo de comerciantes que quieren abrir una cadena de tiendas. ¿Ha oído hablar de los supermercados?

Bel asintió lentamente.

—¿Qué hay de mí? —preguntó intentando no alterarse—. Vivo aquí desde hace cinco años en arriendo.

—Tiene treinta días para desalojar. Lo dice la cláusula. El nuevo propietario decidirá si les ofrece otro contrato, pero lo dudo. Como le dije, el plan es derribar toda la propiedad.

Bel bajó la mirada.

Don Ernesto se acomodó el sombrero, como si eso aligerara la noticia.

—No es decisión mía, muchacho. Yo solo paso el aviso.

Bel lo despidió con un gesto. Cerró la puerta.

Se sentó de nuevo ante su mesa.

El silencio del taller, habitualmente apacible, le pareció insoportable.

Miró alrededor.

Las repisas con piezas numeradas, los libros apilados, el antiguo cartel con su nombre ahora en la pared del fondo…

Todo eso debía desmontarse en un mes.

Miró también hacia el fondo, a la ventana que daba al jardín trasero.

Un espacio que había empezado a considerar suyo.

El desalojo alteraría su vida por completo.

Bel puso un sobre como marca y se disponía a cerrar el libro cuando notó una extraña coincidencia. La página en cuestión era la 143, el número con el que según la misteriosa emisora se llamaba a los demonios.

¿Y si les pedía a los demonios el dinero para comprar la casa?

Salió al jardín, y lo encontró cubierto por una capa ligera de niebla. El sol apenas lograba colarse entre las ramas de los árboles del fondo.

No era un místico.

Tampoco un creyente.

Pero sí era un hombre metódico. Y si algo había aprendido reparando aparatos era que nada debe descartarse sin al menos una prueba.

Se detuvo junto al pozo, donde los renacuajos seguían flotando bajo la superficie turbia.

Miró la tierra húmeda.

Tomó una rama caída.

Lo pensó unos segundos más.

El número 143. Triángulo. Cuadrado. Círculo.

—Una estructura de capas —murmuró—. Protección. Contención. Proyección.

Se agachó y trazó en la tierra: 143.

Los números quedaron marcados con firmeza, como si al escribirlos le diera una forma física al pensamiento.

Después dibujó el triángulo.

Con precisión. Un vértice hacia arriba.

Luego, el cuadrado, cuidando que lo rodeara de forma proporcional.

Los trazos eran lentos, calculados.

Al llegar al círculo, se detuvo.

El aire parecía ligeramente más frío.

No era algo dramático. Solo… un cambio sutil. Como si la presión atmosférica hubiera bajado apenas unos puntos.

Un silencio más limpio. Más cerrado.

Bel sintió la necesidad de persignarse, y lo hizo.

Trazó el círculo con pulso firme.

Luego se quedó quieto, observando la figura.

Nada ocurrió.

Los renacuajos seguían su movimiento lento bajo el agua.

La niebla se disolvía con lentitud.

El jardín seguía exactamente igual.

Bel se incorporó.

No sabía si debía reírse o sentirse ridículo.

Pero en ningún momento se sintió fuera de sí.

Había hecho un experimento. Nada más.

Volvió al interior del taller.

Mientras caminaba, se dio cuenta de que el número seguía repitiéndose en su cabeza. No como una voz. Sino como una ecuación sin resolver.

Territorio Fracturado (Del libro Horizonte Invertido)

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama


Capítulo 1


La sala del tribunal olía a madera vieja, cera derretida y algo más sutil y persistente: el rastro amargo del miedo humano.

El público había comenzado a llegar desde las primeras horas. Campesinos, comerciantes, y autoridades de comunidades cercanas. Venían a presenciar justicia, o venganza, o simplemente a confirmar que lo imposible seguía siendo castigado.

Malco de Aranzazu estaba sentado en el estrado central, ligeramente apartado de los otros jueces. Su sotana negra colgaba sin arrugas, los bordes apenas rozando el suelo. En el escritorio frente a él descansaba un libro empastado en cuero con anotaciones prolijas. Había llegado temprano, como siempre, y había leído los cargos tres veces.

Aunque llevaba solamente dos años al servicio del Santo Tribunal. Había visto a hombres consumidos por la locura y a mujeres hablar en lenguas desconocidas. Había presenciado confesiones sinceras, otras arrancadas bajo tormento, y unas pocas más que desafiaban toda lógica. Y aun así, algo en este caso lo incomodaba. Sentía un peso en el pecho, y tenía el presentimiento de que algo inusual iba a suceder.

A sus oídos habían llegado rumores de lo que se comentaba en los pasillos, entre los soldados, incluso entre los escribanos.

“Dicen que una de ellas no duerme. Que pasa la noche con los ojos abiertos, murmurando nombres que nadie entiende.”

“Dicen que la más joven obtuvo oro en gran cantidad, sin que nadie sepa su procedencia.”

“Dicen…”

Malco no solía darles peso. Las habladurías eran el alimento de la ignorancia. Pero esa mañana, no había podido deshacerse de ellas.

Una campanilla sonó tres veces. El secretario del tribunal se irguió con gesto ceremonioso.

—Traed a las acusadas.

Las puertas laterales se abrieron con un chirrido áspero. El sonido cortó el murmullo como un cuchillo. Tres figuras entraron, escoltadas por seis guardias armados. Venían con los pies descalzos, las manos atadas.

La primera era una mujer mayor, rostro enjuto, arrugado como cuero reseco. Sus ojos estaban fijos en el suelo, y sus labios se movían sin cesar, rezando en voz tan baja que parecía el crujido de una hoguera lejana.

La segunda lloraba. Era joven, con la túnica empapada de lágrimas. Cada paso suyo era un estremecimiento. A cada pocos metros sus piernas fallaban y los guardias la obligaban a seguir.

La tercera…

La tercera no parecía estar allí por error, y al mismo tiempo, no merecer castigo. Su rostro no reflejaba miedo.

Caminaba erguida, su cabello oscuro recogido en una trenza gruesa, su mirada fija en el estrado. No en los jueces. No en el secretario. En Malco.

Por un instante, el inquisidor creyó ver algo en sus ojos. No rabia, ni súplica. Algo más antiguo. Como si lo hubiera visto antes, en otro tiempo. En otro lugar.

Sacudió la cabeza y volvió a su libro.

La razón debía prevalecer.

El secretario del tribunal se levantó de su asiento, acomodó los pliegues de su toga con lentitud y desenrolló un pergamino lacrado, de bordes oscuros por el uso. Su voz era clara, entrenada para atravesar salas repletas sin necesidad de alzar el tono.

—Ante este Honorable Tribunal del Santo Oficio, reunido en sesión extraordinaria bajo la bendición de Nuestro Señor, se procede a dictar sentencia contra las acusadas: Abela Soto, Manuela Rojas y la mujer conocida como Zularia, sin linaje registrado.

Un susurro inquieto recorrió los bancos del público al oír el último nombre. Malco no levantó la vista, pero lo percibió. Lo mismo había ocurrido al leer el sumario esa madrugada. Zularia. Un solo nombre, sin apellido, sin padres, sin origen. Como si hubiese aparecido de la nada.

El secretario prosiguió:

—Se las acusa formalmente de tres actos de hechicería manifiesta; conjura herética en contra de los principios del dogma cristiano; profanación y manipulación de símbolos sagrados. Y el más grave de los delitos: el intento deliberado de traspasar el velo entre mundos, vulnerando las barreras puestas por Dios entre lo natural y lo prohibido.

Un nuevo murmullo se alzó, más contenido. Algunos cruzaron los brazos, otros se santiguaron.

Malco entrecerró los ojos.

—En virtud de las pruebas recogidas, las declaraciones obtenidas y la manifestación de signos no explicables por medios terrenales, el Tribunal, por decisión unánime, condena a las tres acusadas a muerte por fuego purificador. La ejecución se llevará a cabo mañana al amanecer, en la plaza mayor, para ejemplo, escarmiento y expiación ante los ojos de Dios y de los hombres.

El secretario enrolló el pergamino con manos firmes y volvió a tomar asiento.

Entonces, la sala entera quedó en silencio.

No el silencio de respeto, ni el del miedo, ni siquiera el del tedio. Era un silencio absoluto, como si el aire mismo hubiese dejado de vibrar. El tipo de silencio que deja al corazón preguntándose si todavía late.

Malco miró a su alrededor.

Los labios del secretario se movían, pero ningún sonido salía de ellos. En los bancos, algunas personas discutían, pero Malco no escuchaba las voces, ni siquiera murmullos.

Una de las acusadas —Abela— lloraba. Manuela, la joven, se había dejado caer de rodillas y rezaba con los ojos cerrados. Pero Zularia…

Zularia seguía mirándolo.

No había gesto en su rostro. Ni desafío, ni súplica. Su quietud era la de una estatua tallada en piedra antigua, y sin embargo, sus ojos estaban vivos. Clavados en él, como si fuera el único presente en toda la sala. Como si lo reconociera.

Y entonces, sin aviso, las visiones comenzaron.

Al principio, eran sólo destellos. Fragmentos de color y forma, confusos como un sueño. Pero luego se fueron ordenando, como si una inteligencia invisible tejiera una secuencia.

Malco ya no veía la sala. O la veía, pero superpuesta a otro plano.

Vio una pirámide tallada en piedra negra, elevándose en medio de una selva espesa, envuelta en una niebla rojiza. Hombres cubiertos de plumas danzaban en espiral, entonando un cántico que parecía tener siglos incrustados en cada sílaba.

Después, una ciudad sumergida: torres blancas, puentes tallados en coral, mujeres de ojos verdes ofrendando fuego bajo el agua. La arquitectura era imposible, como si la gravedad hubiera sido una sugerencia y no una ley.

Vio un jaguar con alas doradas cruzar un cielo púrpura mientras un chamán con la cara pintada de negro extendía una mano hacia él, y el animal se inclinaba con reverencia.

Vio un altar cubierto de cenizas, y sobre él, un libro abierto donde brillaban símbolos que cambiaban de forma al ser mirados.

Y después vio fuego.

Malco no sabía si estaba soñando, si había perdido la razón, o si finalmente veía algo que siempre había estado allí, detrás de las formas. Más allá del dogma. Más allá del miedo.

Entonces, volvió a encontrar los ojos de Zularia.

Ya no lo miraban desde la sala. Lo miraban desde dentro de las visiones. Desde cada época. Desde cada imagen. Como si hubiera estado en todas.

En esos ojos había algo antiguo. Algo anterior a la lengua latina, al catecismo, al calendario. 

Era memoria.

Una memoria tan vasta que amenazaba con absorber la suya propia.

Un temblor recorrió el pecho de Malco.

El inquisidor, que había enfrentado a endemoniados, visionarios y farsantes, sintió miedo. No del infierno. No de Dios. Ni siquiera de ella.

Temía que su mundo, forjado con doctrina, fe y esperanza, comenzara a resquebrajarse. 

A tientas, abrió el maletín junto al escritorio. No le fue difícil encontrar su crucifijo.

Lo tomó.

Al instante, el mundo se recompuso.

El sonido volvió con una violencia sorda: sollozos, murmullos, órdenes. Un portazo. Alguien tosía. Todo cayó de golpe, como una ola.

Zularia ya no lo miraba. Caminaba junto a las otras dos, escoltadas por los guardias que ahora se movían como si nada hubiese ocurrido. Como si el tiempo no hubiera dado un paso al costado.

Pero Malco sabía.

Aunque se las llevaran, algo había quedado.

No en la sala.

En él.

Permaneció en su lugar, inmóvil.

El crucifijo aún descansaba entre sus dedos. Lo había sostenido con tanta fuerza que la cruz había dejado una marca en su palma.

Respiró hondo.

Se obligó a mirar el expediente de los casos que seguirían después de la pausa del medio día. Las letras danzaban ante sus ojos como si se burlaran de él.

Intentó concentrarse, leer el encabezado.

Pero no pudo.

En su mente, aún flotaban imágenes que no comprendía del todo. No solo lo que había visto, sino lo que había sentido. Esa familiaridad. Esa presencia. El peso abrumador de una historia que no era suya… ¿o sí?

Por primera vez en años, Malco no supo qué rezar.

Apoyó el crucifijo sobre la mesa y lo miró, sin devoción ni desprecio. Solo lo miró.

El sol proyectaba una nueva sombra sobre el estrado. Una sombra alargada, fina, que parecía extenderse desde el lugar donde había estado Zularia.

Una sombra que no debía estar ahí.

Pero Malco no se levantó para comprobarla.

Se limitó a cerrar el expediente con manos lentas y a entrelazar los dedos sobre la mesa. Sus ojos, oscuros, permanecieron fijos en un punto del vacío.

En su interior, una pregunta lo atormentaba.

¿Había un atisbo de ternura en la mirada de la acusada?