Paraíso revivido (Del libro Horizonte invertido)
Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama
Capítulo 1
No soplaba el viento en el Estigia, el río que marca la frontera del reino de los condenados.
Nunca lo había hecho.
Las aguas permanecían negras como la idea misma de la nada. No reflejaban el mundo; lo devoraban.
En la orilla, Caronte, el barquero encargado de transportar las almas, miraba a lado y lado con desesperación. Sus manos temblaban por la furia. El remo había desaparecido. Alguien había osado robarlo. El remo no era un instrumento: era parte de él, tallado en la madera primordial que delimitaba el Inframundo, cuando los dioses separaron los planos de existencia.
Ahora, sin él, el río se había detenido. Las almas se amontonaban en la orilla como larvas hambrientas. No podían embarcar. Tampoco retroceder. Veían la bruma que velaba la otra orilla y gemían con un pánico ancestral. Gritaban. Rogaban. Se empujaban. Se odiaban.
Pero Caronte no escuchaba.
Pensaba en su remo y un vacío abismal se abría en su pecho, como si la corriente del río fluyera ahora dentro de él, devorando su centro.
Entonces pronunció su maldición, en un lenguaje tan antiguo como el remo desaparecido.
Sus palabras fueron amplificadas por los riscos escarpados.
En la superficie de Estigia creyó descubrir dos figuras, una masculina, la otra femenina, y las dos reían.
Capítulo 2
La tierra tembló.
Pik y Yala, los dos demonios traviesos, detuvieron su carrera justo a tiempo para escuchar el crujido. No fue una grieta, ni un deslizamiento. Fue un suspiro final.
La llanura detrás de ellos —y luego, súbitamente, bajo sus pies— colapsó como si hubiese sido una ilusión sostenida por una mentira geológica.
Ambos cayeron. Pero no demasiado. No al abismo.
Sus pies golpearon algo tenso, afilado y extraño.
Una inmensa telaraña.
No estaban adheridos, pero tampoco caían. Los hilos se extendían bajo ellos como líneas de pesadilla, negras y brillantes, tensadas como cuerdas de violín recién afinadas.
Pik abrió los brazos para mantener el equilibrio, tambaleándose sobre uno de los hilos.
—No… no puede ser —jadeó. El remo temblaba en su mano.
Yala chilló, un sonido corto, desesperado, mientras extendía también los brazos, en un afán desesperado por mantener el equilibrio.
—¡Nos está mirando! —gimió, y su voz reverberó entre los hilos como si el aire mismo estuviera escuchando.
No había viento. No ahora. Solo el eco terrible de la maldición de Caronte, aún vibrando en las rocas flotantes que se alejaban, como dientes arrancados, en el abismo sin fondo.
Pik tragó saliva.
—Esto no es una broma. Estamos en serios apuros.
Yala apretó los ojos.
—¿Y si caemos?
—No es cuestión de si —respondió Pik, mirando al vacío debajo—. Es cuestión de cuándo.
El abismo no parecía tener fin.
Nada se movía allí abajo. Ni viento, ni sombra, ni eco. El vacío era tan puro que comenzaba a devorar sus pensamientos antes de que pudieran tomar forma, como si el miedo mismo se disolviera en él antes de nacer.
Y entonces, algo crujió.
No fue un hilo. Fue un sonido más profundo, más viejo. Como huesos colosales que se desperezaban tras siglos de inmovilidad.
Yala levantó la cabeza, los ojos desorbitados.
—¿Escuchaste eso? —murmuró.
Pik asintió lentamente.
—No fue un lamento. Fue algo que despierta.
Desde el centro de la telaraña, emergiendo con una lentitud que helaba la sangre, apareció.
Una araña colosal, su cuerpo del tamaño de un templo, avanzaba con una calma monstruosa. Sus patas, negras y segmentadas, tensaban los hilos al moverse, produciendo un zumbido vibrante que se sentía en los huesos. Tenía muchos ojos. O tal vez era uno solo que se replicaba, como un reflejo imposible. Negros como lunas eclipsadas.
Yala dio un paso atrás. El hilo bajo sus pies vibró con una amenaza muda.
—Pik…
Él no respondió de inmediato. Su rostro estaba pálido, ceniciento, la mirada fija en la criatura. Luego, como sacudido por un recuerdo, metió la mano en su chaleco.
De uno de sus bolsillos interiores —esos donde el espacio es una mentira cuidadosamente diseñada— extrajo una semilla pequeña y translúcida. Latía con un pulso tenue, casi orgánico. Dentro, los colores cambiaban lentamente: rojo, dorado, blanco… y luego negro. Un negro que no era ausencia, sino totalidad. Como si contuviera cada color y cada destino.
Al ver la semilla, la araña se detuvo.
Entonces, la criatura retrocedió un paso. No con miedo, sino con un chillido agudo y atávico que hizo vibrar los hilos, el aire y los propios huesos de los demonios. El sonido no era solo un grito: era una llamada. Un reconocimiento. Algo que había estado esperando desde antes del tiempo.
—¿Qué es eso? —preguntó Yala, sin atreverse a mover un músculo. Sus ojos seguían fijos en la semilla.
—La semilla del Árbol del Bien y del Mal —dijo Pik, con una voz que no parecía suya. No había jactancia, ni siquiera orgullo. Solo una extraña solemnidad que raramente se permitía—. La robé del Paraíso.
—¿Y nunca me lo dijiste? —susurró Yala. Pero no había reproche, solo asombro.
La araña se movía otra vez. Con lentitud medida, casi reverente, comenzó a rodearlos en un amplio semicírculo. Cada paso hacía vibrar los hilos con una tensión silenciosa, como si el aire mismo contuviera el aliento.
La semilla palpitaba con más fuerza.
Y el abismo debajo ya no parecía vacío. Parecía expectante. Hambriento.
Entonces, sin aviso, Caronte apareció.
No vino desde el horizonte. No ascendió del abismo. Simplemente estaba allí, de pie sobre un hilo a pocos pasos de ellos. Como si el chillido de la araña no solo lo hubiera llamado, sino invocado.
Su rostro, ajeno al tiempo, era una máscara sin emoción. Sus ojos, pozos vacíos, no ofrecían consuelo ni condena. Solo certeza.
Pik y Yala se quedaron inmóviles. Como estatuas esculpidas en el instante exacto del juicio.
Pik se arrodilló sin pensarlo. Fue un movimiento natural, instintivo, como si su cuerpo supiera lo que el alma aún no alcanzaba a aceptar. Yala lo imitó con torpeza, bajando la cabeza. Eran como dos niños que habían roto algo cuya magnitud apenas empezaban a comprender. Algo que no sabían nombrar, pero cuyo valor sentían en cada fibra.
—Perdón —dijeron al unísono, y su voz cayó en el abismo como una hoja seca.
Caronte avanzó. No hizo ningún gesto amenazante. Simplemente caminó, pero su paso era lento como los siglos, y el aire alrededor se tensaba con cada movimiento. Cuando sus dedos tocaron el remo, los hilos de la telaraña vibraron una sola vez… un suspiro de universo… y luego, silencio absoluto.
El barquero los miró.
En sus ojos vacíos se encendió algo que no era fuego ni sombra. Una tormenta que no terminaba de formarse. Pero también —solo por un instante— compasión. Tal vez.
—Son solo un par de chicuelos —dijo, más para sí mismo que para ellos. Una frase suspendida entre la clemencia y el juicio.
Pero Pik ya sabía.
Lo supo incluso antes de que Caronte hablara. Que la travesura había terminado, y que las deudas en el Inframundo se saldan con algo más que disculpas.
Sin esperar señal alguna, se puso de pie. La semilla latía en su mano, viva aún, como si supiera lo que estaba por venir.
La sostuvo frente a sí, con ambas manos, como se sostiene un corazón arrancado.
Yala lo miró, sin entender del todo, pero con lágrimas ardientes en los ojos.
Pik no dijo nada. Solo le dio una última mirada, como un hermano mayor antes de cruzar una puerta sin regreso.
Y dejó caer la semilla.
La semilla cayó y se perdió en el vacío. Solo desapareció, tragada por un silencio absoluto.
—Espero que hayan aprendido la lección —dijo Caronte.
Y entonces, como si su presencia nunca hubiera sido más que una grieta en la realidad, desapareció. La araña también. La telaraña se disolvió con un suspiro largo, casi misericordioso.
Y el suelo volvió bajo sus pies, sólido, seco, como si nada hubiese pasado.
Pik y Yala quedaron allí, de pie, solos otra vez, en la vasta llanura. El horizonte era el mismo de antes, pero algo —en ellos, en el aire, en el tiempo— ya no lo era.
Yala lo miró de reojo.
—¿Tienes otra semilla?
Pik guardó las manos en los bolsillos y suspiró.
—No.
Hubo una pausa.
—Pero tengo una idea. Una buena. Robar una de las cornetas frente a la muralla de Jericó.
Y entonces corrieron riendo.