jueves, 26 de junio de 2025

Umbraet (Del libro Horizonte invertido)

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama


Capítulo 1


Durante el viaje de regreso, después de haber cumplido su misión en la Tierra, el vuelo de Cael, el ángel, comenzó a descomponerse. Sus alas, antes ligeras como el pensamiento, parecían ahora arrastrar el peso de lo vivido. El cielo ya no lo sostenía igual: cada batida se torcía, como si el viento lo desconociera.

Su sentido de orientación, siempre certero, vacilaba. Pero no era solo el cuerpo: algo se había alterado más profundamente. Había en su interior una sombra sin forma, fría como un recuerdo negado, que palpitaba en silencio. No sabía cuándo se había formado, pero ahora lo debilitaba.

Entonces, sin que supiera cómo, se encontró en medio de una tormenta. Nubarrones de un verde antinatural se arremolinaron en el vacío, como una herida abierta en el tejido del cosmos. Ráfagas de viento solar lo sacudieron con una violencia que nunca había experimentado.

Cael luchó. Cada batida de alas era una negación. Pero la tormenta se aferraba a su cuerpo, a su mente, como un grito que no sabía silenciar. Llovía en líneas oblicuas que lo cortaban. Su cuerpo celestial giraba sobre sí mismo, sin dirección.

La tormenta no era solo una distorsión en el espacio. Era una grieta emocional, una fisura abierta en su conciencia. Un espejo caótico que proyectaba hacia fuera todo aquello que Cael aún no estaba listo para reconocer en su interior: miedo, duda, una humanidad latente que no le pertenecía, pero que se le había adherido como polvo estelar.

El cosmos rugía. Cael callaba.

Su silencio no era resignación, sino asombro; una grieta en su certeza.

No supo cuánto tiempo permaneció atrapado allí. Solo que, en algún punto, dejó de luchar. Resistirse no tenía sentido.

La caída no fue una colisión brutal, como había anticipado. Una fuerza lo sostuvo en el último instante, deteniéndolo con delicadeza antes de tocar el suelo.

Cuando abrió los ojos, se encontró sobre un asteroide flotando en el vacío. El suelo era piedra agrietada y polvo seco, como si el lugar llevara siglos sin ser tocado por pie ni ala. Montañas retorcidas se alzaban entre cráteres colosales, como costillas de un titán extinto.

No había canto celestial, ni tampoco el eco de lo humano.

Solo el silencio absoluto de lo que ha sido olvidado.

A lo lejos, descubrió unas ruinas y se encaminó hacia ellas. El entorno le resultaba inquietantemente familiar: lo había visto durante uno de sus entrenamientos.

No puede ser, se dijo.

Pero cuando una galaxia en espiral emergió en el horizonte como un ojo cósmico, supo la verdad. Estaba en los dominios de Tzerel, el juzgador de los caídos.

¿Por qué?

Si había cometido una falta, no era consciente de ella.

Tal vez se trata de un error, pensó, o simplemente de un accidente causado por la tormenta.

Tzerel, el juez implacable, lo esperaba frente a las ruinas. Su silueta era alta, inmóvil, cubierta por una capa pesada. Su rostro permanecía oculto bajo una capucha.

—No entiendo por qué estoy aquí —dijo Cael al llegar.

—Pocos lo entienden —respondió Tzerel—. Pero de eso se trata: de que ganes comprensión. Sígueme.

Descendieron por unas escalinatas hasta una cueva en cuyo centro resplandecía la superficie de un lago. El agua brillaba sin fuente de luz aparente.

—Mi trabajo termina aquí —dijo Tzerel—. El resto debes descubrirlo por ti mismo.

—Pero no entiendo.

—Durante tu visita a la Tierra, algo quedó inconcluso.

—Imposible —se defendió Cael—. Completé mis tareas a cabalidad.

—Estás en un estado vulnerable, Cael. El equilibrio inestable es muy peligroso. Un paso en falso, y podrías convertirte en demonio.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé. La mayoría de los que llegan aquí tienen el mismo problema. Su esencia divina se ha visto teñida por una emoción humana.

—¿Qué debo hacer?

—Escucha tu corazón. Cuando estés preparado, sumérgete en el agua. El lago te llevará a donde debes estar.

Cael iba a hablar, pero Tzerel lo detuvo con un gesto de la mano.

—Buena suerte —dijo Tzerel, y lo dejó solo.

Como si se tratara de un carnaval, pequeños trozos de papel cayeron desde el techo y quedaron flotado sobre la superficie del lago. Cada uno tenía una emoción escrita en él. Una vez empapados, se fueron sumergiendo, uno a uno.

El último en desaparecer señalará mi error, se dijo Cael.

Tras unos minutos, cuatro quedaron a flote: el egoísmo, la duda, la envidia y la desobediencia.

La duda se hundió primero, seguida por la envidia, y tras un largo tiempo, la desobediencia, y finalmente, el egoísmo.

—No puede ser —se dijo Cael, que entre sus compañeros se había distinguido siempre por su generosidad, su compasión y sus ganas de ayudar.

“Escucha tu corazón” habían sido  las palabras de Tzerel, y Cael lo comprendió.

De todas las emociones que había visto desaparecer, por la que sintió mayor alivio cuando se sumergió había sido la envidia. Aquella era su falla. No la última en hundirse, sino la que había resonado con mayor fuerza. Sin embargo, se negó a creerlo.

¿Envidia? No. Eso no tiene sentido, se dijo. Yo no deseaba nada. No anhelaba lo que los humanos tienen. Solo los observaba. Solo cumplía mi rol.

En la superficie del lago apareció una escena. Un hombre de cabellera ensortijada cruzaba un parque con las manos en los bolsillos llevando unos pliegos enrollados bajo el brazo.

—Renato, el poeta y artista —dijo Cael.

El mismo hombre apareció junto a una quebrada tocando una guitarra. 

Cael recordó el incidente.

No había armonía en los acordes. No había perfección. Pero había algo más: insistencia. Cuando una de las cuerdas se rompió con un chirrido seco, Renato no se detuvo. Cerró los ojos, respiró hondo, y siguió. Con las cuerdas que quedaban, esculpió una melodía inesperadamente hermosa, tenue como el vapor que se alzaba del agua, pero cargada de alma.

Fue entonces cuando Cael comprendió. Aquello que se había agitado en su interior durante la tormenta era conciencia pura. Los ángeles eran ejecutores perfectos, pero no creadores. No soñaban. No fallaban. No volvían a intentar. Incluso siendo un ser divino, se había sentido en desventaja frente a los humanos.

La envidia que sentía era por no poder alterar la materia, por no poseer la facultad de crear a partir del caos.

No... —negó, temblando— No puede ser.Pero las palabras de Tzerel resonaron como un eco interior.

Cael cerró los ojos y escuchó su corazón.

Aún no era tarde. Aún no estaba perdido. Debía practicar lo que había promulgado tantas veces: de las crisis surgen las oportunidades.

Quizá esa emoción —tan humana, tan indigna— era el germen de algo distinto. Si había sentido envidia, podía superarla, convertirla en emulación. Si aquel era el reto que en universo le imponía, lo aceptaría con entereza, los ojos bien abiertos y el corazón dispuesto a la transformación.

Sin esperar más, se sumergió en el lago.



 Capítulo 2


Renato trabajaba dándole forma a un mosaico. Golpeaba baldosas con un martillo, partía los trozos y los disponía en un patrón que solo él parecía comprender. 

Cael descendió lentamente, atraído como una polilla hacia la luz. Al tocar el piso se convirtió en un hombre joven y se acercó con timidez.

--¿Puedo hacerle una pregunta? --dijo con su voz nueva.

Renato no dejó de trabajar.

--Ya lo estás haciendo --respondió sin levantar la mirada.

Cael se sorprendió por la sequedad del tono.

--¿Me dejaría ver cómo trabaja? No quiero molestar. Me interesa el arte, pero no sé por dónde empezar.

--¿Y por qué?

--Mi nombre es Camilo Espinel, mis amigos me llaman Cael, soy estudiante universitario, estoy de vacaciones en el pueblo.

Tras una pausa añadió:

--Mis padres querían que fuera abogado o médico. Me incliné por lo segundo, pero no hay día que no lo haya lamentado.

Renato lo miró por fin. Sus ojos eran oscuros y fatigados, como si cargaran años de duda.

--Muchos quieren ser artistas. Pocos se quedan cuando descubren lo que cuesta. 

Señaló el mosaico en desarrollo.

--Mira, chico... esto no es solo poner piedrecitas de colores. Cada fragmento lleva algo roto de uno mismo. ¿Ves ese azul? Lo puse el día que supe que mi compañera no volvería. Ese rojo, lo encontré cuando pensé en rendirme. El arte no se crea desde la comodidad, sino desde la herida. Crear duele. No por masoquismo, sino porque hay que escarbar dentro, sacar lo más honesto --lo más crudo-- y dejarlo ahí, expuesto, como una confesión pública. Un mosaico no se hace con técnica solamente. Se hace con memoria, con culpa, con amor malgastado y con sueños que no encajaron en ninguna parte... excepto aquí. Así que, si quieres crear de verdad, no huyas del sufrimiento. Aprende a usarlo. Hazlo bello. Hazlo tuyo. Y luego pégalo al muro, pieza por pieza.

Se limpió las manos con un trapo manchado de pigmento y polvo. Tras un momento, asintió levemente con la cabeza.

--Está bien. Puedes mirar. Pero no esperes nada glorioso.

Cael se sentó a un lado, observando en silencio. Los golpes del martillo eran rítmicos, casi ceremoniales. Los fragmentos caían y, poco a poco, el caos se transformaba en orden.

--La gente ve el mosaico terminado y piensa en belleza --dijo Renato de pronto--. Nunca en las horas rotas, en las dudas, en las piezas que no encajan. La creación no es inspiración. Es combate.

--¿Combate?

--Contra ti mismo. Contra la idea que no se deja atrapar.

Renato sacó de su mochila un cuaderno viejo. Las tapas estaban gastadas. Lo abrió sin pudor y se lo entregó a Cael.

--Mira esto.

Cael hojeó las páginas. Había bocetos inconclusos, tachones, manchas de pintura seca. En los márgenes, versos garabateados, fragmentos de canciones, palabras en idiomas que no reconocía.

--¿Todo esto es parte del proceso?

--Son cientos de horas de trabajo y al final lo que queda son unos versos o la idea para un cuadro. La obra nace aquí. No en la pared. Aquí está la lucha. La obsesión. El error.

Guardó el cuaderno y sacó otro, nuevo, de tapas duras.

--¿Tienes cuaderno?

--No...

--Entonces empieza con este.

Se lo tendió como quien ofrece una chispa al que quiere encender fuego.

--Llénalo. Dibuja, escribe, raya si hace falta. No importa si no entiendes lo que estás haciendo. El arte viene del caos, no de la claridad.

Cael lo tomó con cuidado. El cuaderno le pesaba en las manos. No por su masa, sino por lo que representaba: una invitación a existir de otra manera.

--Si quieres saber el secreto, te lo explicaré en pocas palabras. Primero está la observación, no solo con los ojos, con los cinco sentidos. Luego viene una etapa de incubación, el cerebro trabaja tras bambalinas y de repente "Boom", la inspiración, el momento Eureka. Pero recuerda, nada surge de la nada, debes percibir y darte tiempo para incubar. Por último, debes hacer algo con lo que creas. Las ideas no son buenas o malas, lo que no se materializa, simplemente no existe.

En ese instante, Cael comprendió la raíz de su inquietud. Los humanos no eran inferiores a los ángeles. De hecho, los superaban en algo esencial: el poder de crear, de transformar el dolor en belleza, de hacer nacer sentido del desorden. Los ángeles eran engranajes en una máquina perfecta. Los humanos eran alquimistas del alma.

Renato volvió a su labor. No dijo más.

Camilo agradeció y se sentó en el banco del parque cercano. Con el martilleo de Renato como trasfondo,  abrió el cuaderno en la primera página en blanco. La miró largo rato. Luego trazó con movimientos inciertos su primer dibujo.

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