jueves, 26 de junio de 2025

 Error de frecuencia (Del libro Horizonte invertido)

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama



Capítulo 1


Abelardo Acuña, conocido simplemente como Bel, cerró la puerta de su taller de reparación de electrodomésticos. El día había sido lento. Reparó un ventilador que ya no giraba y una licuadora que solo funcionaba si se la golpeaba con firmeza. Nada estimulante.

Después de cenar, se sentó como siempre frente a su radio de válvulas. No era solo un hábito: era una especie de rito que le servía para dejar atrás los ocasionales sinsabores del día. A veces, si tocaban música suave, cerraba los ojos, imaginando las ondas electromagnéticas viajando por el aire como antiguas voces de los dioses. Pero aquella noche, no había música, solo voces apresuradas. Cuando por fin logró captar una emisora con claridad, emitía un anuncio especial:

"Atención, atención, ciudadanos. Interrumpimos nuestra programación habitual para informarles una noticia de gran trascendencia internacional. Hace pocas horas, tropas del ejército alemán han cruzado la frontera de Polonia, iniciando una ofensiva armada que ha estremecido al mundo entero. Este acto ha sido calificado por las potencias europeas como una invasión en toda regla. Desde Londres, el primer ministro británico ha emitido una declaración urgente, y se espera la respuesta de Francia en las próximas horas.

En este momento, la paz del mundo pende de un hilo. Lo que hasta ayer era tensión diplomática, hoy se ha convertido en guerra.

Reiteramos: Alemania ha invadido Polonia. Europa entra, una vez más, en el abismo del conflicto armado.

Seguiremos informando con nuestros corresponsales desde las capitales del mundo. Manténganse en sintonía de Radio Nacional. Que Dios proteja a los pueblos en estos tiempos inciertos.”

Giró de nuevo el dial. Una emisora tras otra hablaba de la invasión a Polonia. Las voces parecían repetirse, como si todas provinieran de un mismo lugar, una única garganta ansiosa y sin esperanza.

Bel suspiró. Existía un mundo allá afuera, era cierto, pero él vivía en su mundo interior, con sus aparatos, sus libros y sus caminatas por el campo.

Estaba a punto de apagar el radio, cuando la aguja del dial se movió sola, con un ligero chasquido.

La frecuencia no tenía marca.

Y la voz que emergió de los altavoces parecía provenir del aire mismo.

“Muy buenas noches, estimados oyentes. Hoy, en nuestra acostumbrada serie de historia y mitología, hablaremos de una figura temida y fascinante: el demonio, tal como ha sido representado en el imaginario cristiano, y cómo su imagen fue moldeada a lo largo de los siglos.

Aunque el cristianismo primitivo no describía al demonio con una forma clara, con el paso del tiempo, los artistas y teólogos comenzaron a darle cuerpo y rostro, tomando prestados elementos de otras culturas milenarias.

De los antiguos griegos, heredaron la figura del sátiro —seres del bosque con cuerpo humano, patas de cabra y cuernos— asociados al dios Dionisio y a los placeres mundanos. Su apariencia salvaje y provocadora fue reinterpretada como símbolo de pecado y tentación.

Más atrás aún, en las culturas mesopotámicas, como la sumeria, encontramos divinidades y demonios con cuernos que representaban poder y autoridad sobrenatural. Estas imágenes también influyeron en la iconografía cristiana posterior, dando al demonio su distintivo par de cuernos.

Así, a través de siglos de reinterpretación y sincretismo, el demonio cristiano pasó de ser una entidad abstracta a la criatura con pezuñas, cuernos y mirada ardiente que habita en las páginas de grimorios y vitrales medievales.

Un ejemplo, queridos oyentes, de cómo las civilizaciones no solo se enfrentan, sino que también se entrelazan, incluso en sus visiones del mal.”

Hubo interferencia. Cuando Bel se las arregló para sintonizarla de nuevo, la voz continuó.

“Contactarlos es sencillo. No se requieren rituales sangrientos ni altares secretos. Solo… atención.

Bel tuvo la sensación de que ahora el locutor se dirigía directamente a él.

 Tragó saliva.

La voz continuó:

“El número 143 es la llave. Escríbelo. Enciérralo en un triángulo. Luego en un cuadrado. Finalmente en un círculo. Si alguna entidad te encuentra digno… te hablará. Y te concederá un deseo.

La voz se detuvo.

Bel, sin pensar, susurró:

—¿Y a cambio de qué?

La radio guardó silencio.

Pero luego continuó con el tono inicial:

“En nuestra próxima edición, cruzaremos de Occidente a Oriente. Dejamos atrás las oscuras cavernas del demonio medieval para adentrarnos en la vasta y luminosa tradición espiritual de la India, donde lo invisible no es temido, sino comprendido. En la mitología hindú, lo sagrado no está más allá de lo humano, sino dentro de él. Un concepto antiguo, pero por lo mismo, sabio.”

Y entonces, interferencia.

Un zumbido extraño, metálico.

Y luego, silencio.

Bel giró el dial. Nada. Solo ruido blanco.

Pero la voz, el mensaje, resonaba como un eco dentro de su mente.

Bel tenía su habitación en la trastienda del taller, era sencilla pero acogedora, con un estante para sus libros y una ventana que abría al solar de la casa. Era una casona antigua, con teja de barro y muros de tapia pisada. La mayoría de las habitaciones estaban cerradas con llave. El propietario, un hombre mayor, se había ausentado desde hacía tres meses y había pedido a Bel regar sus plantas y hacerse cargo de las gallinas en el solar. Bel amaba aquel lugar. De vez en cuando se sentaba a leer junto a un pequeño pozo donde había descubierto renacuajos.

Al día siguiente, Bel abrió el taller un poco antes de lo acostumbrado. Había pensado una y otra vez sobre el programa de la noche anterior e intentaba convencerse de que se trataba de una broma de radioaficionados, un discurso editado. Que el radio nunca le habló a él directamente.

Lo más probable era que alguien jugara con frecuencias no registradas, se dijo.

Y aun así, algo le incomodaba.

Trabajo pendiente, no tenía, así que se dedicó a releer una colección de cuentos de Edgar Allan Poe. Estaba concentrado en la lectura, cuando escuchó la campanita de la puerta.

Era don Ernesto, un viejo amigo del propietario de la casa.

—Bel, buen día. No le quito tiempo. Solo vengo a informarle —dijo con voz seca, sin entrar del todo al taller— que el dueño ha decidido vender la propiedad.

Bel lo miró con grandes ojos.

—¿Toda la propiedad?

—Así es. La casa, los locales, el jardín del fondo… todo. Dice que hay interés de un grupo de comerciantes que quieren abrir una cadena de tiendas. ¿Ha oído hablar de los supermercados?

Bel asintió lentamente.

—¿Qué hay de mí? —preguntó intentando no alterarse—. Vivo aquí desde hace cinco años en arriendo.

—Tiene treinta días para desalojar. Lo dice la cláusula. El nuevo propietario decidirá si les ofrece otro contrato, pero lo dudo. Como le dije, el plan es derribar toda la propiedad.

Bel bajó la mirada.

Don Ernesto se acomodó el sombrero, como si eso aligerara la noticia.

—No es decisión mía, muchacho. Yo solo paso el aviso.

Bel lo despidió con un gesto. Cerró la puerta.

Se sentó de nuevo ante su mesa.

El silencio del taller, habitualmente apacible, le pareció insoportable.

Miró alrededor.

Las repisas con piezas numeradas, los libros apilados, el antiguo cartel con su nombre ahora en la pared del fondo…

Todo eso debía desmontarse en un mes.

Miró también hacia el fondo, a la ventana que daba al jardín trasero.

Un espacio que había empezado a considerar suyo.

El desalojo alteraría su vida por completo.

Bel puso un sobre como marca y se disponía a cerrar el libro cuando notó una extraña coincidencia. La página en cuestión era la 143, el número con el que según la misteriosa emisora se llamaba a los demonios.

¿Y si les pedía a los demonios el dinero para comprar la casa?

Salió al jardín, y lo encontró cubierto por una capa ligera de niebla. El sol apenas lograba colarse entre las ramas de los árboles del fondo.

No era un místico.

Tampoco un creyente.

Pero sí era un hombre metódico. Y si algo había aprendido reparando aparatos era que nada debe descartarse sin al menos una prueba.

Se detuvo junto al pozo, donde los renacuajos seguían flotando bajo la superficie turbia.

Miró la tierra húmeda.

Tomó una rama caída.

Lo pensó unos segundos más.

El número 143. Triángulo. Cuadrado. Círculo.

—Una estructura de capas —murmuró—. Protección. Contención. Proyección.

Se agachó y trazó en la tierra: 143.

Los números quedaron marcados con firmeza, como si al escribirlos le diera una forma física al pensamiento.

Después dibujó el triángulo.

Con precisión. Un vértice hacia arriba.

Luego, el cuadrado, cuidando que lo rodeara de forma proporcional.

Los trazos eran lentos, calculados.

Al llegar al círculo, se detuvo.

El aire parecía ligeramente más frío.

No era algo dramático. Solo… un cambio sutil. Como si la presión atmosférica hubiera bajado apenas unos puntos.

Un silencio más limpio. Más cerrado.

Bel sintió la necesidad de persignarse, y lo hizo.

Trazó el círculo con pulso firme.

Luego se quedó quieto, observando la figura.

Nada ocurrió.

Los renacuajos seguían su movimiento lento bajo el agua.

La niebla se disolvía con lentitud.

El jardín seguía exactamente igual.

Bel se incorporó.

No sabía si debía reírse o sentirse ridículo.

Pero en ningún momento se sintió fuera de sí.

Había hecho un experimento. Nada más.

Volvió al interior del taller.

Mientras caminaba, se dio cuenta de que el número seguía repitiéndose en su cabeza. No como una voz. Sino como una ecuación sin resolver.

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