domingo, 22 de abril de 2012

La Batalla

La Batalla
Relato original de Pacelli Torres

“El egoismo, la avaricia, la discordia y todas las demás emociones negativas de los humanos son la moneda con que se negocia en el infierno.”

Al oir estas palabras, el Desgano tuvo una gran idea. Salió de su cueva y le propuso matrimonio a la Apatía, le prometió que irían juntos vagando por la mente de los humanos depositando en ellas sus larvas, cuando estas se desarrollaran producirían frutos que se reproducirían a la vez y ellos, el Desgano y la Apatía se convertirian, de esa forma, en una pareja extremadamente rica.

La Apatía aceptó.

Al cabo de unos meses podía veseles en plena actividad. La Apatía, vestida como una niebla blanquecina, se mezclaba con el Desgano, cuyo disfrás era un humo ocre y juntos formaban remolinos que penetraban lo más íntimo de la conciencia humana.

Mi propio pueblo, me da tristeza decirlo, estuvo a su merced.

Cientos de personas se vieron afectadas. Sú único propósito en la vida parecía ser desear el mal a los demás. Sus corazones se fueron carcomiendo por la envidia y solamente se oían de ellas lamentos por su mala suerte y el cruel destino que les había correspondido vivir. Habían perdido toda esperanza y nadie parecía hacer un esfuerzo por cambiar.

Los más jóvenes se atrincheraban tardes enteras frente a las pantallas del computador sin hacer nada productivo, evitando a toda costa el tener que pensar. Parecían no darse cuenta de que el tiempo se les escapaba de las manos.

“Una mente desocupada es el taller del diablo”, les repetía una y otra vez don Abelardo el sastre, pero parecían no entender.

“El tiempo perdido los santos lo lloran”, eran las palabras de doña Ernestina, pero a ellos les tenía sin cuidado.

Todos los que fuimos infectados notabamos el desazón en nuestro corazón, pero no comprendíamos la causa. Nuestra mente vagaba como un barco a la deriva, nos era imposible focalizar cualquier pensamiento y lentamente fuimos cayendo en un pesado letargo.

Los engendros del Desgano y la Apatía nos manejaban como si de marionetas se tratara. Nosotros, sintiendonos acorralados y perdidos, hicimos tímidos esfuerzos por liberarnos, pero desafortunadamente fueron mal encaminados. Culpabamos a nuestros padres, a los profesores, a las instituciones, reclamabamos sin dejar que los demás hablaran, lanzabamos arengas que nosotros mismos no entendíamos, sentíamos que habíamos sido despojados de algo, pero no sabíamos de qué ni cómo.

Entonces, ante aquel desastre inminente, desde las dimensiones que se hallan más allá de la comprensión humana, fue enviado un mensaje. Lo traía Virigilio, quien había guiado a Dante por el purgatorio y el infierno.

“Mira el cielo, mira el cielo” sentí que me gritaban mis compañeros, “nos han enviado la clave”. Miré hacia arriba pero lo único que vi fue el arcoiris. “Mira con atención”, me repitieron mis amigos, y entonces fue cuando lo ví. El arcoiris se había transformado en una trenza de rayos azul, rojo y blanco. En cada uno de ellos había diferentes inscripciones: en el primero, ecuaciones y fórmulas matemáticas, en el segundo imágenes de templos griegos y pinturas del renacimiento y el tercero simplemente era de una blanca luminosidad.

Son la Ciencia, el Arte y la Espiritualidad, nos dijo nuesto compañero Flavio, al que todos llamabamos Platón por su amor a la filosofía. Las tres deben estar entrelazadas y constituyen el pilar fundamental para el desarrollo humano.

Desde entonces se ha librado una dura batalla entre el Desgano y la Apatía, que pretenden anularnos y la trenza mágica de la que nos habló Platón. Cuando avanzan los unos, retroceden los otros pero estoy seguro de que al final la Ciencia, la Espiritualidad y el Arte se impondrán, después de todo, las bibliotecas están abiertas, el sentido de la existencia está imbuído en Naturaleza y una caja de témperas no cuesta mucho.

viernes, 20 de abril de 2012

El Robo

El Robo
Relato original de Pacelli Torres

“Aguaceros como el de ayer no son normales”, le decía doña Herminia a doña Teresa un día que se encontraron en el mercado.

“Tiene razón comadre, si estuvieramos en marzo o en octubre, venga y pase pero en pleno diciembre...”

“Si sabe lo que le pasó a don Simón?”, preguntó doña Herminia.”Dizque llegaron dos fulanos a la tienda y pidieron un par cervezas y mientras el bueno del Simón las destapaba, los muy pillos salieron corriendo llevandose la botella de aceite que tenía en una repisa”.

“En estos tiempos no se puede confiar en nadie”, repuso doña Teresa, y las dos continuaron haciendo sus compras.

La vendedora de canastos, que estaba en su puesto, oyó sin querer la conversación y su rostro empalideció.

“Le robaron el aceite a Simón”, se dijo a sí misma, “Esto es muy grave, con razón tuvimos ese aguacero tan fuerte ayer. Tengo que avisarle a Ancelmo.”

Cortó una naranja en dos, y presionó una mitad. Una gota de jugo quedó suspendida en el aire y comenzó a girar como un planeta. Tomando una paloma de uno de sus canastos le ató una cinta a la plata y la dejó libre. La paloma voló hacia el planeta recién formado y desapareció con él.

Ancelmo, el ladrillero, se había quitado el sombrero y se secaba el sudor con la manga de la camisa  cuando vio la paloma que se acercaba.

La tomó en las manos y quitó la cinta de la pata. Como si de una película tridimensional se tratara apareron imagenes en el aire representando lo acontecido.

La humilde tienda de don Simón, que también usaba como taller para coser alpargatas, se veía como una fortaleza circular construída con piedras traslúcidas. En el centro de la construcción había una laguna de aguas verdes. Don Simón, que en la imagen aparecía con una túnica escarlata y un turbante tenía un pequeño frasco en la mano de donde salían gotas que caían al agua. Era el aceite sagrado que había traído en su largo viaje desde Arabia.

“Es el aceite de la Compasión, pensó Ancelmo”. El pobre Simón se ha esforzado tanto por traerle compasión a la humanidad, me parece increible que esto le esté pasando.

Lo que sucedió enseguida en las imagenes flotantes realmente fue increible. De la laguna emergieron dos bestias reptilianas con alas de libélula y se abalanzaron contra don Simón.

Este rápido como un rayo sacó su espada curva y se defendió como pudo. En la contienda una de las bestias le mordió la mano derecha donde tenía el frasco y esta se paralizó. Luego comenzó a convulsionar y el frasco cayó de su mano. La otra bestia, con una precisión asombrosa, tomó el frasco en el airey las dos se sumergieron en la laguna.

Don Simón despertó después de dos días en su cama con una violena fiebre, su esposa Luisa lo cuidaba.

“¿Y qué le dio para ponerse a perseguir a esos villanos?” le dijo cuando abrió los ojos.”yo ya le había dicho que por ahí en los juncos viven serpientes coral”.

“Mija, no vaya a lavar la camisa, tal vez una de esas gotas de sangre es de la culebra, depronto le alcancé a dar con el cuchillo. Por ahí escuché que el ladrillero sabe hacer antídotos contra todas esas alimañas”, dijo Simón con un esfuerzo y volvió a dormir.

Don Simón era un ser luminoso, venido de más allá de las estrellas. Había escogido como misión enseñarle compasión a la humanidad. Sin embargo había decidido no hacerlo como su antecesor San Pablo, que terminó decapitado, sino que esperaba poderse comunicar directamente con el inconsciente colectivo. Para tal efecto había trabajado durante años al lado de los antiguos alquimistas y había logrado por fin condensar un elixir etereo que hacía florecer la compasión que todos tenemos en estado latente en nuestro corazón.

Después había emprendido un viaje épico a través del tiempo y el espacio, siguiendo el designio de las estrellas, hasta llegar a la provincia de García Rovira donde había iniciado sus pruebas. Ahora alguien había robado su secreto y Simón temía que fuera mal utilizado.

La imagen se disolvió en el aire y Ancelmo se preparó para ir al pueblo. Un acontecimiento como este ameritaba una reunión extraordinaria con Silverio, su amigo y camarada estelar.
Los dos trabajaron durante toda la noche. Aparentemente Ancelmo había extraído la esencia de la mancha de sangre que apareció en la imagen y habían logrado destilar un antídoto. Se lo llevaron a la tienda ese mismo día y Simón revivió. Por primera vez, desde que dejaron su plano estelar, se habían reunido los tres. Sin embargo nadie sonreía, se acercaban tiempos de guerra.

(continuará)

Don Simón


Don Simón
Relato original de Pacelli Torres
Dedicado a don Simón Aceros, fabricante de alpargatas en el camino que de Málaga conduce a Tequia.

Hubo un hombre venido del medio oriente, su profesón era astólogo. Una noche tuvo un sueño y supo que debía abandonar su tierra.

Cruzó el desierto en lomo de camello y se embarcó en el primer barco que accedió a llevarlo. Su modesta fortuna, heredada de su padre, fue disminuyendo paulatinamente durante el viaje y cuando desembarcó en la costa del país que, según el designio de las estrellas, sería su nueva morada no le quedaban más que unas cuantas monedas.

Su trayectoria por medio mundo había sido lenta y accidentada. Había visto valles de belleza incomparble e imponentes picos nevados. Había visitado ruinas milenarias donde soñó que absorbía la sabiduría de los antepasados. Había vagado por desiertos helados y dormido en cuevas abandonadas. Su vida había estado en peligro un par de veces al enfrentarse con bestias desconocidas y sus aventuras en islas distantes podrían llenar libros enteros. Sin embargo, ahora se sentía cansado y vacio. La desilusión empezó a apoderarse de él al encontrarse en un lugar de tierra compacta donde dificilmente podría cultivarse y por primera vez en su vida dudó de la certeza de su ciencia.

Continuó con resiganación su viaje hasta que oyó hablar de una tierra fértil sobre una cordillera. Consultó su horóscopo y estudió la posición de las estrellas y éstas le dijeron que allí sería su nuevo hogar. Una estrella fugaz confirmó el vaticino aquella misma noche.

Modificó ligeramente el rumbo, según el designio celeste, y ascendió a la cordillera en busca del lugar que había visto en su sueño.

Al cabo de unos años reconoció por fin un árbol gigantesco y supo que debía establecerse cerca a él.

Para entonces se había convertido en un hombre mayor y su fortuna había sido consumida por completo. Sólo conservaba, envuelto en una túnica púrpura, un cofre que había recibido en su infancia.

Su padre había sido mercader y le había oído narrar una y otra vez las historias de las Mil y Una Noche. Fue por eso que supo que la magia no había muerto y se aferró con todo el corazón a aquella esperanza.

Abriendo el cofre extrajo cuatro piedras y tomando tres semillas que recogió del piso las lanzó al aire mientras pronunciaba unas palabras extrañas y entonces apareció a la vera del camino una humilde casa de ladrillo y teja de barro. La puerta estaba entreabieta y entró sin golpear.

“¿Simón, dónde se había metido?, lo estabamos esperando para el almuerzo”. Quien hablaba era doña Luisa, su esposa desde hacía 43 años, que con tres de sus hijos adultos y un puñado de nietos lo miraban con asombro.

Simón tomó asiento con ellos y sonrió incrédulo. Después de todo las estrellas no se habían equivocado.

miércoles, 11 de abril de 2012

La clase de ciencias


La clase de Ciencias

Relato original de Pacelli Torres


El director se presentó un día en nuestro salón de clase. “Don Facundo está enfermo” nos dijo. Todos sonreimos por dentro y reprimimos un aplauso. Don Facundo estaba enfermo y no tendríamos la tortura de sus aburridas clases por dos semanas.


“Sin embargo”, continuó el director,”su sobrino está aquí para reemplazarlo.


Por la puerta entró un ser que parecía salido de otro mundo. Tenía una barba rala y el cabello encrespado le caía hasta la espalda. Su rostro se me hizo conocido, pero no sabía dónde lo había visto.


Pasó la mirada por cada uno de sus nuevos pupilos y tuvimos la sensación de que estaba viendo a través de nosotros.


“Muy bien, señor director”, dijo, “veré que se puede hacer.”


El director salió y nos quedamos a solas con Facundo dos. Se llamaba igual que su tío. “Es una cuestión de familia”, nos dijo, “el nombre ha pasado de generación a generación desde que el tatarabuelo de mi abuelo salió de Portugal.”


Las cosas que oímos en esas dos semanas de boca del segundo Facundo las hemos recordado hasta la fecha todos los que tuvimos el privilegio de escucharlas.


El jueves de la segunda semana, sin embargo, yo quedé con la duda de si en verdad había entendido todo lo que quiso decirnos.


Tomó una lámina de cartón en la que había hecho una ranura, puso tras ella un vaso con agua y acercó el conjunto a la ventana para que le diera el sol. Enseguida aparecieron los colores del arcoiris.


“La luz que conocemos”, dijo,” está formada por ondas de diferentes longitudes, cada una produce un color diferente.


“Oh”, dijeron algunos de mis camaradas. “Es increible”, dijeron otros”


“Es por eso que vemos los colores”, explicó el nuevo maestro. El tablero lo vemos verde porque su superficie absorbe todas las longitudes de onda, excepto la verde. Esta la refleja hacia nuestros ojos y por eso vemos su color.”


Susana, una de mis compañeras guardaba silencio y parecía estar inmersa en un profundo pensamiento.

De repente levantó la mano para pedir la palabra y dijo:


“Eso significa que existen otras cosas a parte de lo que vemos, y que las cosas no son como parecen, como ha repetido tantas veces mi nona Celestina.


“Claro”, dijo Facundo etusiasmado, “en eso tienes razón. En este cuarto estamos rodeados de información. Es increible la cantidad de conocimiento que justamente ahora rebota en las paredes y de la cual nosotros no tenemos ni idea.”


Dos de mis compañeros de atrás se miraron el uno al otro y mientras Facundo abría el cajón de su escritorio uno se llevó la mano a la cabeza con gesto de apretarse un tornillo.


“Veamos si podemos pescar algo de ese conocimiento”, dijo el maestro que ahora tenía un pequeño radio en la mano. Lo encendió y movió el dial hasta que captó una emisora.


“Es la voz de Dinamarca, transmitiendo desde Copenague”, nos dijo. “Las ondas de radio no pueden verse y sin embargo existen. Y no sólo eso, han viajado miles de kilometros para llegar hasta nosotros. Esta es la prueba.”


Su voz era clara y firme como sólo los profetas la pueden tener.


Entonces, súbitamente me dí cuenta de dónde había visto al nuevo profesor antes. En la iglesia, en una de las pinturas que representan el bautizo de Jesús. Facundo tenía el rostro de Juan el Bautista, de eso no cabía duda.


A la salida del colegio oí a dos de mis compañeros que se decían: “eso sí fue una clase de Ciencias, no como las del viejo Facundo, que matarían a un burro de tristeza.”


Sin embargo yo no pensaba en el experimento, sino en las palabras de doña Celestina. Así como las ondas de radio no pueden verse, tal vez existen seres de otros mundos que nos rodean continuamente y tratan de transmitirnos su saber.


Esa misma tarde decidí ir a visitar a don Facundo, allí estaba también su sobrino. Pero ahora que lo pienso, nunca los vi a los dos juntos. Cuando salía uno de la sala entraba el otro.


Ondas de radio, seres de otros mundos, maestros que rejuvenecen. Definitivamente en este pueblo las cosas no son como parecen.


El misterio de la teja


El misterio de la teja
Relato original de Pacelli Torres

Jacobo y Bernardo eran primos hermanos y maestros de construcción. En cierta ocasión y mientras bajaban del camión y ordenaban las tejas de barro que al día siguiente usarían en la construcción en que trabajaban, notaron que había una teja más pálidas que las demás.

“Esto no le va a gustar a la patrona”, dijo Bernardo, “ella es muy perfeccionista.”

Al darle la vuelta notaron que tenía unas marcas extrañas.

“Es escritura cuneiforme” dijo con asombro Jacobo. En noveno, en clase de historia, el profe nos mostró una foto. Me acuerdo porque fui el único que supo el nombre cuando nos salió en el examen”

“Tenemos que indagar”, dijo Bernardo, la curiosidad es el primer paso para los grandes descubrimientos”

Dejaron la taja a un lado y al terminar su labor del día se encaminaron a la biblioteca municipal.

Don Rafael, el bibliotecario, les prestó una enciclopedia donde estaba la descripción.

“Escritura cuneiforme: Usada por los sumerios hace más de cinco mil años, es uno de los tipos de escritura más antiguos que se conocen”

“Es increible, se dijeron los primos, qué hacen estas escrituras sumerias en la provincia de García Rovira?.”

“Tal vez las trajeron los españoles durante la conquista”, se aventruró a sugerir Bernardo.

“No sea tonto primo. Estas tejas las hizo don Ancelmo el que vive subiendo la loma por la Normal”

“La curiosidad es el primer paso para los grandes descubrimientos”, dijo Bernardo.

Al día siguiente los dos primos se encaminaron por el sendero que conduce a la vereda Lavadero.

Don Ancelmos estaba ocupado haciendo unos ladrillos, pero dado que los albañiles llegaron casi a la hora de las onces no les reporchó la interrupción.

Los primos le mostraron la teja y le hablaron de su visita a la biblioteca.

“Cuneiformes o culiformes”, dijo con exasperación don Ancelmo. “A mí me da lo mismo lo que digan los libros”, y miró con rabia a casa de su vecino.

“Esto es culpa del viejo Benicio”, continuó, “que otra vez dejó suelto el pavo y vino a pisotearme las tejas. Déjenmela y lleven una nueva.

Los albañiles aceptaron la oferta y se fueron de vuelta satisfechos de haber descubierto en misterio.

Aquella misma noche, don Ancelmo, a la luz de la vela y ayudado de una lupa descifraba los jeroglificos y escribía su significado en un cuaderno viejo.

“El hombre no proviene del mono”, decía el texto, “es lo contrario, los homínidos fueron una humanidad degenerada.”

“Por qué será”, se preguntaba don Ancelmo viendo la luz de la vela, “que el ser humano tiene un concepto tan bajo de si mismo?, y por qué será esta teja que estaba destinada para la Galaxia Andrómeda fue a parar a Málaga?”

La pregunta


La pregunta
Relato original de Pacelli Torres

Don Silverio tenía una ferretería en el pueblo, justo en medio de la tienda de don Joaquín y la Sastrería Mallorca, que a propósito ya no se llama así.
Recuerdo que de niño visité varias veces aquella ferretería con sus estantes empolvados cargados de tornillos, puntillas, tubos, y en fin todo lo que en un pueblo como aquel se necesitaba en toda vivienda que estuviera en reparación.

Nuestra casa era justamente una de esas. Mi padre me envió en una ocasión a comprar puntillas de media pulgada, por alguna razón llegué de vuelta con una caja de puntillas de una y media pulgadas y tuve que acudir de nuevo a la ferretería.

Fue entonces cuando ví a don Silverio ocupado haciendo una reparación. Tan absorto estaba en su trabajo que no notó mi presencia. Sobre su estante tenía un extraño artefacto color verde oscuro del que suspendidas en el aire salían tres espirales, y digo suspendidas porque en realidad las espirarales no hacían contacto con su núcleo central. Supongo que se trataba de una fuerza magnética o algo por el estilo, aunque ninguna pieza era metálica, más bien se trataba de elementos orgánicos sobre los cuales había una maraña de capilares de gran complejidad por los que se desplazaban impulsos luminosos.

Fuera lo que fuera, aquel artefacto estaba más allá de cualquier tecnología humana.

“Las compañías de hoy en día no son como eran antes”, dijo para sí don Silverio cuando notó mi presencia, ¿a quién se le ocurre empacar tornillos tan pesados en una caja tan endeble?, y ¿por qué no le ponen unas manijas o algo para poder agarrarla?, en mis tiempos nada de esto hubiera sucedido”.

Para mi asombro, sobre el estante había una caja de tornillos que rebosaba su tope y don Silverio los estaba poniendo sobre una bandeja seguramente con el ánimo de colocarlos ordenadamente en uno de los estantes.

Le expliqué el por qué había vuelto y él me dio las puntillas correctas.

Regresé a casa pensando que el extraño artefacto seguramente se trataba de una ilusión óptica.

Pero hubo otro incidente que me hizo custionar. Al salir del colegio después del exámen de geometría a las 10 de la mañana, como era la contumbre en esa época. Vi cómo de la ferretería salía una escalera en espiral tan traslúcida que a penas se distinguía. La escalera se perdía en el cielo y no pude distinguir a dónde llegaba.

Pero entonces la racionalidad se apoderó de nuevo de mi mente. “Es la estructura de la cadena doble de ADN, es lo que tengo que estudiar para el examen de biología de mañana, y por el neviosismo la veo en todas partes” me dije a mí mismo.

Biología era la matería más difícil en mi colegio y por lo tanto no me fuí casa sino que a decidí ir a caminar por el sendero que del pueblo conduce a la vereda Lavadero donde planeaba sentarme bajo un árbol y repasar tranquilo mis apuntes.

Entonces tuvo lugar un tercer extraño incidente. Ancelmo el ladrillero venía caminando con afán llevando de la cuerda un burro.

“Espero que a Silverio no le haya dado por cerrar temprano la ferretería, la semana pasada también me la hizo, me hizo bajar dos bultos de arcilla y cuando llegue encontré la ferretería cerrada, dizque porque se le había presentado un viaje a Concepción. A Concepción o a la Luna, a mi que me importa lo que quiero es los 3000 que me ofreció para de una vez comprar el cuajo de doña Jacinta, ya que voy para el pueblo”. Aparentemente hablaba con sigo mismo, pero quien lo hubiera visto con atención se hubiera dado cuenta de que en realidad hablaba con el burro, y es que había que ver los ojos tan vivos de aquel animal.

Nos cruzamos saludandonos, como era la costumbre en las veredas, y no pude evitar voltear la vista para deleitarme de nuevo con tal visión. Un hombre viejo y su burro con las impresionantes montañas malagueñas como fondo. Entonces noté que de los costales de arcilla salían una especie de raices o tentáculos fosforescentes que se agitaban en el aire.

“Respiradores pránicos”, me habría de explicar muchos años después un un mistico oriental cuando le conté el incidente.

Pero a los catorce años, yo ignoraba todo eso. “Se trata de la luz que se cuela por las ramas de los árboles y produce ondulaciones en la sombras. No es más que un efecto óptico” Me dije.

Aquella mañana pude concentrarme sin problemas en la biología.

En el camino de regreso me crucé con una pareja joven, visitantes de la ciudad seguramente. Conversaban tomados de la mano y aparentemente no me vieron pues siguieron como si yo no estuviera.

“Silver y Ancel lograron ensamblar el intercomunicador galáctico” dijo el él.
“¿y cuál fue la pregunta'”, inquirió ella.

“Aunque no lo creas, preguntaron cuál es el propósito de la existencia, y desde las estrellas respondieron que lo más importante en el mundo es el servicio a los semejantes”.

Cuando dijeron esto ya nos habíamos cruzado. Voltee la vista pero ya no estaban, aunque si me hubiera fijado con más atención me habría dado cuenta que se habían transformado en un par de abajas que se dirigían a su colmena con la nueva información.

Media hora más tarde me encontré con Ancelmo que venía de regreso del pueblo. “El servicio a los semjantes” le decía a su burro, “el servicio, ¿quién lo hubiera pensado?, y yo que justamente esta mañana me ofrecí a comprarle el cuajo a doña Jacinta”

jueves, 5 de abril de 2012

El mensaje robado


El mensaje robado
Texto original de Pacelli Torres.
Una disonacia en la cuerda de un violín me hizo perder el rumbo. En aquel tiempo era yo un mensajero estelar que viajaba por los tonos de la música. “El sonido no se propaga en el vacío”, me dirán los incredulos, pero lo cierto es que los mundos de los que hablo no se localizaban en el espacio sideral. Se desplazaban libremente con las ondas sonoras alargandose y contrayendose como lo había expuesto Doppler hace casi doscientos años.
Aquella leve disonancia hizo que mis alas rozaran algo similar a un asteroide y me precipité en caida libre por varios cientos de metros. Cuando finalmente recobré el control, noté que estaba flotando sobre un paraje desconocido. Si había entrado en el pensamiento de alguien más o si seguía mi rumbo pero algunas octavas más abajo no puedo decirlo con certeza.
Traté de ordenar mis pensamiento y recordé mi misión. Busqué con angustia el mensaje que debía transmitir. Con alivio noté que aun lo tenía conmigo.
Un niño de unos siete años había tomado sin permiso el violín de su padre y se había aventurado a arrancarle unos sonidos. Esa había sido la causa de mi caída, pero luego comprobé que también mi salvación. Un ejercito de etereos seres intergalácticos me había estado presiguiendo sin que yo lo notara y sin duda me habrían capturado y robado el mensaje. Debido a la misma disonancia habían caído un poco más abajo de donde yo estaba.
“Cuando te enfretas a un problema abstracto”, me había dicho mi Maestro, “debes concretizarlo.
Gracias al entrenamiento que había recibido pude transformar la situación poniendola en escala humana. El ejército perseguidor era ahora un puñado de nómadas habitantes del desierto que alrededor de una fogata habían pasado el tiempo contandose historias, sin embargo ahora parecían haber entrado en un altercado. Yo, por mi parte, me había convertido en un halcón que dando vueltas en el cielo los miraba con antención.
“Les digo que sólo hemos rezado tres veces aún nos faltan dos” decía uno. “No señor, está escrito en nuestro libro sagrado que mirar al cielo en silencio constituye una oración, y eso lo primero que hicimos cuando llegamos aquí” contradecía otro. “Pero hay que tener en cuenta”, añadía un tercero, “que el libro dice mirar al cielo en soledad y nosotros no estamos sólos, viajamos en grupo”. “¿Pero acaso no somos un grupo solitario?” se atrevió a preguntar el más joven con temor de verse contradecido enseguida.
Pero nadie dijo nada.
Con mis ojos de ave de presa pude escudriñar su mirada. En todos se había encendio la llama del odio y presentí que debía abortar mi misión pues ya no tenía sentido seguir protegiendo el mensaje. En mi mente se entabló una lucha, ¿valía la pena traicionar a mis superiores, o será que si cumplía cabamente mi misión ellos me reprocharían mi negligencia?. Lo poco que me quedaba de humano me impelía a abandonar aquel grupo a su suerte, después de todo eran mis enemigos. Mi naturaleza angelical, que aún estaba en desarrollo, me solicitaba hacer siempre lo correcto.
Dudé por unos minutos hasta que vi que uno se llevaba la mano al cinto buscando su espada curva, y ya no pude evitarlo. Me precipité hacia donde ellos estaban resignado a mi destino.
Me reconocieron enseguida y me capturaron sin dificultad. Esperé que si leían el mensaje, que con tanto esmero había yo preservado, entrarían en razón, y sólo pedí al cielo que antes de mi ejecución me dejara saber si mi sacrificio había sido en vano o no.
Una hermosa armonía llenó el ambiente y con ella levanté vuelo. El padre había encontrado al hijo infragantí con el costoso violín en las maños y lejos de enojarse había sonreido con satisfacción y le daba ahora su primera lección. Una ligera alteración en las emociones humanas y mi suerte hubiera sido muy diferente.
Abajo quedó el grupo de nómadas que olvidando momentáneamente su querella sobre el sentido de la oración, desdoblaban la manta púrpura donde estaba escrito el mensaje.
“La religión está aquí para liberarnos, no para esclavizarnos”, decía con letras doradas.