jueves, 26 de junio de 2025

Territorio Fracturado (Del libro Horizonte Invertido)

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama


Capítulo 1


La sala del tribunal olía a madera vieja, cera derretida y algo más sutil y persistente: el rastro amargo del miedo humano.

El público había comenzado a llegar desde las primeras horas. Campesinos, comerciantes, y autoridades de comunidades cercanas. Venían a presenciar justicia, o venganza, o simplemente a confirmar que lo imposible seguía siendo castigado.

Malco de Aranzazu estaba sentado en el estrado central, ligeramente apartado de los otros jueces. Su sotana negra colgaba sin arrugas, los bordes apenas rozando el suelo. En el escritorio frente a él descansaba un libro empastado en cuero con anotaciones prolijas. Había llegado temprano, como siempre, y había leído los cargos tres veces.

Aunque llevaba solamente dos años al servicio del Santo Tribunal. Había visto a hombres consumidos por la locura y a mujeres hablar en lenguas desconocidas. Había presenciado confesiones sinceras, otras arrancadas bajo tormento, y unas pocas más que desafiaban toda lógica. Y aun así, algo en este caso lo incomodaba. Sentía un peso en el pecho, y tenía el presentimiento de que algo inusual iba a suceder.

A sus oídos habían llegado rumores de lo que se comentaba en los pasillos, entre los soldados, incluso entre los escribanos.

“Dicen que una de ellas no duerme. Que pasa la noche con los ojos abiertos, murmurando nombres que nadie entiende.”

“Dicen que la más joven obtuvo oro en gran cantidad, sin que nadie sepa su procedencia.”

“Dicen…”

Malco no solía darles peso. Las habladurías eran el alimento de la ignorancia. Pero esa mañana, no había podido deshacerse de ellas.

Una campanilla sonó tres veces. El secretario del tribunal se irguió con gesto ceremonioso.

—Traed a las acusadas.

Las puertas laterales se abrieron con un chirrido áspero. El sonido cortó el murmullo como un cuchillo. Tres figuras entraron, escoltadas por seis guardias armados. Venían con los pies descalzos, las manos atadas.

La primera era una mujer mayor, rostro enjuto, arrugado como cuero reseco. Sus ojos estaban fijos en el suelo, y sus labios se movían sin cesar, rezando en voz tan baja que parecía el crujido de una hoguera lejana.

La segunda lloraba. Era joven, con la túnica empapada de lágrimas. Cada paso suyo era un estremecimiento. A cada pocos metros sus piernas fallaban y los guardias la obligaban a seguir.

La tercera…

La tercera no parecía estar allí por error, y al mismo tiempo, no merecer castigo. Su rostro no reflejaba miedo.

Caminaba erguida, su cabello oscuro recogido en una trenza gruesa, su mirada fija en el estrado. No en los jueces. No en el secretario. En Malco.

Por un instante, el inquisidor creyó ver algo en sus ojos. No rabia, ni súplica. Algo más antiguo. Como si lo hubiera visto antes, en otro tiempo. En otro lugar.

Sacudió la cabeza y volvió a su libro.

La razón debía prevalecer.

El secretario del tribunal se levantó de su asiento, acomodó los pliegues de su toga con lentitud y desenrolló un pergamino lacrado, de bordes oscuros por el uso. Su voz era clara, entrenada para atravesar salas repletas sin necesidad de alzar el tono.

—Ante este Honorable Tribunal del Santo Oficio, reunido en sesión extraordinaria bajo la bendición de Nuestro Señor, se procede a dictar sentencia contra las acusadas: Abela Soto, Manuela Rojas y la mujer conocida como Zularia, sin linaje registrado.

Un susurro inquieto recorrió los bancos del público al oír el último nombre. Malco no levantó la vista, pero lo percibió. Lo mismo había ocurrido al leer el sumario esa madrugada. Zularia. Un solo nombre, sin apellido, sin padres, sin origen. Como si hubiese aparecido de la nada.

El secretario prosiguió:

—Se las acusa formalmente de tres actos de hechicería manifiesta; conjura herética en contra de los principios del dogma cristiano; profanación y manipulación de símbolos sagrados. Y el más grave de los delitos: el intento deliberado de traspasar el velo entre mundos, vulnerando las barreras puestas por Dios entre lo natural y lo prohibido.

Un nuevo murmullo se alzó, más contenido. Algunos cruzaron los brazos, otros se santiguaron.

Malco entrecerró los ojos.

—En virtud de las pruebas recogidas, las declaraciones obtenidas y la manifestación de signos no explicables por medios terrenales, el Tribunal, por decisión unánime, condena a las tres acusadas a muerte por fuego purificador. La ejecución se llevará a cabo mañana al amanecer, en la plaza mayor, para ejemplo, escarmiento y expiación ante los ojos de Dios y de los hombres.

El secretario enrolló el pergamino con manos firmes y volvió a tomar asiento.

Entonces, la sala entera quedó en silencio.

No el silencio de respeto, ni el del miedo, ni siquiera el del tedio. Era un silencio absoluto, como si el aire mismo hubiese dejado de vibrar. El tipo de silencio que deja al corazón preguntándose si todavía late.

Malco miró a su alrededor.

Los labios del secretario se movían, pero ningún sonido salía de ellos. En los bancos, algunas personas discutían, pero Malco no escuchaba las voces, ni siquiera murmullos.

Una de las acusadas —Abela— lloraba. Manuela, la joven, se había dejado caer de rodillas y rezaba con los ojos cerrados. Pero Zularia…

Zularia seguía mirándolo.

No había gesto en su rostro. Ni desafío, ni súplica. Su quietud era la de una estatua tallada en piedra antigua, y sin embargo, sus ojos estaban vivos. Clavados en él, como si fuera el único presente en toda la sala. Como si lo reconociera.

Y entonces, sin aviso, las visiones comenzaron.

Al principio, eran sólo destellos. Fragmentos de color y forma, confusos como un sueño. Pero luego se fueron ordenando, como si una inteligencia invisible tejiera una secuencia.

Malco ya no veía la sala. O la veía, pero superpuesta a otro plano.

Vio una pirámide tallada en piedra negra, elevándose en medio de una selva espesa, envuelta en una niebla rojiza. Hombres cubiertos de plumas danzaban en espiral, entonando un cántico que parecía tener siglos incrustados en cada sílaba.

Después, una ciudad sumergida: torres blancas, puentes tallados en coral, mujeres de ojos verdes ofrendando fuego bajo el agua. La arquitectura era imposible, como si la gravedad hubiera sido una sugerencia y no una ley.

Vio un jaguar con alas doradas cruzar un cielo púrpura mientras un chamán con la cara pintada de negro extendía una mano hacia él, y el animal se inclinaba con reverencia.

Vio un altar cubierto de cenizas, y sobre él, un libro abierto donde brillaban símbolos que cambiaban de forma al ser mirados.

Y después vio fuego.

Malco no sabía si estaba soñando, si había perdido la razón, o si finalmente veía algo que siempre había estado allí, detrás de las formas. Más allá del dogma. Más allá del miedo.

Entonces, volvió a encontrar los ojos de Zularia.

Ya no lo miraban desde la sala. Lo miraban desde dentro de las visiones. Desde cada época. Desde cada imagen. Como si hubiera estado en todas.

En esos ojos había algo antiguo. Algo anterior a la lengua latina, al catecismo, al calendario. 

Era memoria.

Una memoria tan vasta que amenazaba con absorber la suya propia.

Un temblor recorrió el pecho de Malco.

El inquisidor, que había enfrentado a endemoniados, visionarios y farsantes, sintió miedo. No del infierno. No de Dios. Ni siquiera de ella.

Temía que su mundo, forjado con doctrina, fe y esperanza, comenzara a resquebrajarse. 

A tientas, abrió el maletín junto al escritorio. No le fue difícil encontrar su crucifijo.

Lo tomó.

Al instante, el mundo se recompuso.

El sonido volvió con una violencia sorda: sollozos, murmullos, órdenes. Un portazo. Alguien tosía. Todo cayó de golpe, como una ola.

Zularia ya no lo miraba. Caminaba junto a las otras dos, escoltadas por los guardias que ahora se movían como si nada hubiese ocurrido. Como si el tiempo no hubiera dado un paso al costado.

Pero Malco sabía.

Aunque se las llevaran, algo había quedado.

No en la sala.

En él.

Permaneció en su lugar, inmóvil.

El crucifijo aún descansaba entre sus dedos. Lo había sostenido con tanta fuerza que la cruz había dejado una marca en su palma.

Respiró hondo.

Se obligó a mirar el expediente de los casos que seguirían después de la pausa del medio día. Las letras danzaban ante sus ojos como si se burlaran de él.

Intentó concentrarse, leer el encabezado.

Pero no pudo.

En su mente, aún flotaban imágenes que no comprendía del todo. No solo lo que había visto, sino lo que había sentido. Esa familiaridad. Esa presencia. El peso abrumador de una historia que no era suya… ¿o sí?

Por primera vez en años, Malco no supo qué rezar.

Apoyó el crucifijo sobre la mesa y lo miró, sin devoción ni desprecio. Solo lo miró.

El sol proyectaba una nueva sombra sobre el estrado. Una sombra alargada, fina, que parecía extenderse desde el lugar donde había estado Zularia.

Una sombra que no debía estar ahí.

Pero Malco no se levantó para comprobarla.

Se limitó a cerrar el expediente con manos lentas y a entrelazar los dedos sobre la mesa. Sus ojos, oscuros, permanecieron fijos en un punto del vacío.

En su interior, una pregunta lo atormentaba.

¿Había un atisbo de ternura en la mirada de la acusada?



 

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