La maldición del
dragón
Relato original de
Pacelli Torres
Poco después de mi
excursión a la vereda Buenavista donde visitara a mi amigo Flavio
noté una pequeña incrustación en mi mano izquierda. Al cabo de
unos días ésta se había hinchado y producía un agudo dolor.
“Se trata de una
espina, la herida está infectada” me dijo el doctor cuando me
examinó y me ordenó tomar antibióticos y algo para el dolor.
En el camino a casa me
encontré con Gabriela, de quien se decía que había crecido entre
gitanos y que era bruja.
“Esa mano no se ve
nada bien”, me dijo, “yo tengo la pomada precisa para esos
males.”, y me llevó a su casa.
Gabriela y sus amigos
vivían a las afueras del pueblo, tenían un grupo de teatro
experimental al que llamaban Rayos de Almagá. Aparentemente habíamos
llegado en medio de un ensayo, pues todos estaban vestidos con
máscaras y trajes multicolor.
Hicieron una pequeña
pausa para presentarse. “Almagá es una estrella en la constelación
de Visertá”, me explicó el lider del grupo, un hombre mayor de
barba blanca que vestía una túnica color cobre. Su cara estaba
adornada con signos planetarios.
Gabriela me condujo
hasta una habitación separada de la casa y me dejó allí mientras
iba a buscar su caja de ungüentos. Las paredes estaba adornadas con
tres grandes pinturas. En la primera había una torre que emergía
del mar. Un camino ascedente le daba varias vueltas y conducía a un
tenebroso castillo. La segunda representaba un árbol encorvado y la
luna llena. Y en la tercera, que fué la que más me llamó la
antención, había un ser diminuto sentado entre los juncos a la
orilla de un río, se trataba de un duende o algo parecido. Me
acerqué a la pintura para ver de cerca la expresión de quel
singular personaje, pero fui distraído por unos golpes de tambor que
venían del patio.
Por la ventana pude ver
que se trataba del ensayo del grupo de teatro. Había una cueva hecha
con papel de color rojizo y de ella emergió un ser con alas de
buitre que caminaba sobre zancos. Con cada golpe del tambor daba un
paso. Al principio se movía lentamente como si estuviera dudando
pero luego el ritmo se aceleró y comenzó una enérgica danza. De
repente la música se detuvo. El ser alado quedó petrificado con el
rostro escondido entre las alas y al levantar la cabeza lentamente
sus ojos encontraron los mios. En ellos reconocí a Gabriela.
“La marca del dragón
está aquí”, dijo. Y todos se avalanzaron contra mí. Muy tarde
comprendí que lo que había en mi mano no era una espina sino una
escama de dragón. Pero mi infortunio no terminó allí. Con horror
descubrí que mis atacantes no estaban disfrazados, aquella era su
verdadera apariencia.
“Yo soy una víctima
del dragón”, grité, pero no me escucharon. Mi visión se opacó
con tantos colores moviendose a mi alrededor y perdí el
conocimiento.
Convertido en un
murciélago dentro de una jaula de madera atada al lomo de un buey
acompañando la procesión de seres de ultratumba vagué largo tiempo
por un mundo fantástico de cielo amarillo y ocre.
Mi alma había perdido
toda esperanza.
Una tarde, sin embargo,
me sorprendí al reconocer el paisaje que había visto en una de las
pinturas y que tanto había llamado mi atención. El pequeño duende
no estaba, pero los juncos y el río eran inconfundibles.
El candado de mi jaula
se movió y al darme la vuelta descubrí al duende que trataba de
liberarme.
“Dame una pista me
dijo” necesito una pista para poder salvarte.”. Entonces como en
un sueño recordé el nombre del grupo de teatro.
“Almagá”, le dije
y repetí: “Almagá, en la constelación de Visertá.”
El duende anotó las
palabras en una libreta y sonrió.
“Te felicito”, me
dijo, “haz ganado tu libetad.”. Pero sus palabras me llegaron
como un eco pues me encontré descendiendo tranquilo por uno de mis
caminos favoriotos.
Efectivamente, el
duende había cambiado el orden de las letras y en su libreta
aparecía: Málaga y Servitá.