jueves, 30 de enero de 2025


La Esmeralda de Molagavita

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama

Extracto del libro: ECOS DE LO IMPOSIBLE - Disponible en Amazon.

Mientras Mutis entraba tambaleándose en la plaza del pueblo, aferraba un objeto peculiar, los pocos habitantes que aún estaban despiertos se detuvieron a mirarlo. Un trozo de vidrio verde brillaba débilmente a la luz de la luna mientras lo sostenía en alto.

—¡La encontré! —balbuceó. Sus ojos, inyectados de sangre pero llenos de convicción, recorrieron la plaza—. ¡Encontré la esmeralda!

La palabra resonó en cada corazón. La esmeralda perdida era la mayor leyenda de Molagavita, una joya que se decía extraviada en el bosque siglos atrás por una noble dama que huía de sus enemigos. Se decía que su verde brillante tenía poderes: riqueza para quien la poseyera, y ruina para cualquiera que intentara robarla.

El ver a Mutis allí, sucio y medio loco pero sosteniendo algo que se parecía a la legendaria joya, despertó la fascinación de todos.

Por la mañana, las calles estaban llenas de rumores. La noticia del hallazgo de Mutis se propagó como pólvora, y pronto incluso los más escépticos se congregaron en la taberna. Mutis, con los ojos enrojecidos pero sobrio por la emoción, estaba sentado en una silla destartalada. El vidrio verde brillaba sobre la mesa frente a él, rodeado de jarras de cerveza que los habitantes del pueblo le habían comprado con la esperanza de escuchar su historia.

—¿Cómo la encontraste? —preguntó Henry, el herrero, un hombre corpulento con los brazos manchados de hollín.

Mutis tomó un largo trago de cerveza, dejando que el momento se prolongara. No era tonto. Este era su momento de brillar.

—En el Bosque de Robles —dijo en voz baja, conspiradora—. Justo donde se dice que Lady Esmeralda la había perdido. Me llamó, como si quisiera ser encontrada.

La multitud murmuró. El Bosque de Robles era un lugar envuelto en temor, conocido por sus senderos serpenteantes y los inquietantes silencios que parecían acechar entre los árboles. Pocos se atrevían a adentrarse en sus profundidades, y de los que lo hacían, apenas unos cuantos regresaban con la cordura intacta.

—¿Estás diciendo que entraste al bosque? —se burló Leonor, la esposa del panadero—. ¿Y saliste con vida?

—Con vida y con esmeralda —dijo Mutis—. Su poder protege a quienes elige.

Esto era una mentira, por supuesto. Había encontrado el trozo verde junto al río mientras se aliviaba tras una tarde de borrachera. Pero la forma en que la gente lo miraba ahora—con asombro, miedo y un toque de envidia—lo hizo aferrarse a la mentira con todas sus fuerzas.

En los días que siguieron, la vida en Molagavita parecía girar en torno a Mutis y su "esmeralda". La gente le traía regalos, con la esperanza de echar un vistazo a la joya o recibir una bendición de su supuesta magia. Mutis, deleitado con su nueva posición, interpretaba su papel a la perfección.

Pero no todos estaban convencidos.

—A mí me parece un pedazo de botella rota —murmuró el viejo Benedicto, el maestro jubilado, mientras observaba el alboroto. 

Sus sospechas no eran infundadas. De cerca, la supuesta esmeralda no tenía el peso ni el brillo de una verdadera gema. Pero nadie quería creer eso. En un pueblo tan sencillo como Molagavita, la esperanza—aunque fuera falsa—era algo poderoso.

Entonces empezaron las contrariedades.

El joven Benjamín Cuadros, de catorce años, desapareció tres días después del descubrimiento de Mutis. Corría el rumor de que había sido visto por última vez cerca del borde del Bosque de Robles, murmurando sobre encontrar sus propios tesoros. Sus padres, frenéticos de preocupación, rogaron a los habitantes que buscaran en el bosque, pero el miedo al lugar mantuvo a la mayoría alejados.

Excepto a Mutis.

Embriagado con la adoración del pueblo, se ofreció a liderar la búsqueda.

—La esmeralda me guiará —proclamó, sosteniendo el trozo en alto.

Un pequeño grupo lo siguió. Buscaron durante horas, llamando su nombre, pero el bosque engullía sus voces como una tumba. Al ponerse el sol, Mutis empezó a entrar en pánico. Los demás notaron cómo seguía mirando al trozo, como si realmente pudiera ofrecerle orientación.

Finalmente, uno de ellos, el herrero, lo agarró del brazo.

—Esto no está funcionando. ¿No sabes dónde está, verdad?

Mutis se lo sacudió.

—¡Lo encontraré! La esmeralda...

—¡Basta! —gritó Henry—. ¡Es un maldito pedazo de vidrio, Mutis! ¡Nos estás haciendo dar vueltas en círculos!

El grupo discutió.

Finalmente, regresaron al pueblo con las manos vacías. Allí encontraron al joven, quien según dijo, se había extraviado buscando una oveja perdida y al caer en una zanja se había dislocado un tobillo. Dos campesinos lo rescataron horas más tarde en la dirección opuesta al bosque. La reputación de Mutis sufrió su primer golpe esa noche, pero estaba lejos de ser el último.

Durante la semana siguiente, el ambiente en Molagavita se puso tenso. Más personas empezaron a cuestionar la historia de Mutis, y el trozo verde, que una vez fue símbolo de esperanza, se convirtió en una fuente de sospecha.

Luego vinieron los accidentes.

Don Benedicto se cayó y se rompió un brazo mientras salía de la iglesia. La panadería de Leonor se incendió bajo circunstancias misteriosas. La herrería de Henry se derrumbó, y por poco lo aplasta. Cada vez, alguien susurraba que era obra de la esmeralda.

Mutis, desesperado por mantener el control del relato, alimentó el miedo.

—Nos está poniendo a prueba —decía a quien lo escuchara—. La esmeralda no quiere incrédulos entre nosotros.

Pero en privado, estaba aterrorizado. Había comenzado a oír cosas—susurros en plena noche, débiles pero insistentes. El trozo, que mantenía cerca en todo momento, parecía vibrar con una energía extraña. Al principio, lo desechó como su imaginación, pero la sensación crecía día a día.

Mientras tanto, las desgracias en Molagavita se volvieron peores: las cosechas se marchitaron de la noche a la mañana, el ganado desapareció, y la gente comenzó a enfermarse con extrañas fiebres. Los habitantes, ahora abiertamente hostiles, culparon a Mutis.

Una noche, el trozo de vidrio habló.

Mutis se despertó en la madrugada, el vidrio brillaba débilmente sobre la mesita de noche. La habitación estaba mortalmente silenciosa, pero una voz, baja y gutural, parecía emanar de él.

—Mentiste —siseó la voz.

Mutis se echó hacia atrás, con el corazón desbocado.

—¿Q-quién está ahí?

—Reclamaste un poder que no entiendes —dijo la voz. 

Mutis quiso arrojar la supuesta esmeralda por la ventana, pero sus manos no le obedecieron. En cambio, se encontró aferrándola con fuerza, su mente inundada de visiones. Vio a Lady Esmeralda, corriendo por el Bosque de Robles, sosteniendo la verdadera joya. Vio cómo la perseguían figuras sombrías, su huida desesperada terminó cuando tropezó y cayó. Vio la joya rodar hasta las raíces de un roble donde permaneció cubierta por musgo y hojas secas.

—Has revuelto los hilos del destino —dijo la voz—. Por eso sufre tu pueblo.

Las palabras resonaron en su mente como un eco ineludible, cargadas de una verdad que no podía ignorar, y no volvió a conciliar el sueño. Al amanecer, los gritos y el estruendo de una multitud lo arrancaron de sus pensamientos." 

Cuando Mutis salió de su casucha, encontró a los habitantes enfurecidos.

—¡Tú trajiste las desgracias! —le gritó Leonor—. ¡Deshazte de tu esmeralda!

—¡No puedo! —respondió Mutis, levantando las manos en señal de rendición—. ¡No me deja!

La multitud se volvió violenta, arrastrándolo hasta el borde del bosque.

—Como no lo puedes arreglar —gruñó el herrero, con los ojos llenos de odio—, te dejaremos con los robles. La comunidad ha decidido desterrarte. Nadie quiere verte por aquí jamás.

Lo arrojaron al Bosque de Robles y lo dejaron allí, solo con el trozo de vidrio en sus manos.

Mutis, sin saber por qué o para dónde, comenzó a caminar. El Bosque de Robles parecía vivo, sus ramas torcidas se extendían hacia él como brazos fantasmales.

Cuando oscureció, Mutis se recostó junto a un árbol. Cerró los ojos y quiso olvidarlo todo, pero estaba lejos de encontrar consuelo. El continuo sonido de los grillos y las ranas, cada crujido de las ramas y cada susurro del viento le recordaban que no estaba solo.

De pronto, sintió un leve cosquilleo en el rostro, como si un insecto hubiera decidido explorarlo. Murmurando una maldición, levantó la mano y lo espantó de un manotazo. El pequeño intruso cayó al suelo, pero cuando Mutis abrió los ojos para comprobar de qué se trataba, su aliento quedó atrapado en su garganta.

Allí, frente a él, brillaba algo más que un simple insecto. Era un destello profundo y vibrante, un verde que parecía absorber la misma luz de las estrellas. Mutis parpadeó, incrédulo, y alargó la mano para recoger lo que ahora entendía que no era una alucinación.

Sus dedos temblaban cuando envolvieron el objeto. No cabía duda: lo que sostenía entre las manos era la esmeralda perdida, la verdadera esmeralda de las leyendas.

Entonces, el suelo comenzó a temblar.

Una luz verde estalló de la nada, bañando el bosque con un resplandor antinatural. Allí, entre los árboles, apareció una figura: una mujer de larga cabellera que parecía estar hecha de luz.

—¿Lady Esmeralda? —susurró Mutis, con la garganta seca y el corazón golpeando con fuerza en su pecho. Apenas pudo pronunciar su nombre.

La figura inclinó la cabeza, y una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Así me conocen las leyendas, mi verdadero nombre es Arami, que en lenguaje antiguo significa Cielos Claros.

Antes de que Mutis pudiera moverse, la figura comenzó a acercarse lentamente.

Mutis se puso en pie, pero sus piernas cedieron y cayó de rodillas. Un grito escapó de su garganta. 

La luz verde se intensificó mientras Arami avanzaba.

—Mutis —pronunció la mujer, con una voz suave y melancólica que llenó el aire como un eco de antiguas penas—, no soy tu enemiga.

—¿No? —balbuceó Mutis, todavía temblando.

—No. Mi espíritu ha estado atrapado aquí durante siglos, maldito por la traición de quienes me arrebataron lo que más amaba.

Mutis tragó saliva, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—La esmeralda en realidad es un fragmento de mi corazón —respondió Arami—. Mi amado, Yari, que en el lenguaje antiguo significa Dueño del Bosque, murió protegiéndome. Su espíritu también está encerrado, atrapado entre este mundo y el más allá. Necesito tu ayuda para liberarlo.

Mutis la miró fijamente, incrédulo.

—¿Mi ayuda? —preguntó, señalándose a sí mismo—. Soy solo un borracho, no un héroe.

Arami sonrió con dulzura.

—No necesitas ser un héroe, Mutis. Solo un hombre con el coraje de hacer lo correcto.

Arami le explicó lo que debía hacer: 

—No muy lejos de aquí encontrarás una cascada. Una de las piedras está tallada con patrones sagrados ahora apenas visibles. Allí debes dejar la joya. Eso es todo.

La imagen de Arami desapareció.

Con el corazón latiendo con fuerza, Mutis avanzó a través del bosque guiado solo por las palabras de Arami y un instinto inexplicable que parecía empujarlo en la dirección correcta. 

A cada paso, el aire se volvía más fresco y húmedo, impregnado del aroma de musgo y tierra mojada. El ulular de un búho lo acompañaba en la travesía e intensificaba la sensación de estar en un mundo ajeno al humano.

De pronto, el bosque se abrió en un claro. Ante los ojos de Mutis, la cascada emergió como un velo plateado bajo la luz lunar, cayendo desde una imponente pared de roca cubierta de musgo.

Mutis, siguiendo las instrucciones, colocó la esmeralda en la piedra señalada.


Frente a él apareció una segunda figura, un guerrero con plumas multicolores entre su cabello, y en su rostro pinturas que trazaban patrones intrincados.

Arami reapareció a su lado.

Mientras los espíritus de Arami y Yari se desvanecían en la luz, Mutis sintió que algo cambiaba dentro de él. La voz de Arami resonó en su mente una última vez.

—Has hecho lo que ningún otro pudo, Mutis. Has liberado nuestros espíritus y devuelto la paz al Bosque de Robles. Como recompensa, te otorgo un nuevo propósito.

Antes de que pudiera preguntar qué significaba eso, su cuerpo fue envuelto en un remolino de luces verdes y doradas. El suelo bajo sus pies desapareció, y la sensación de peso lo abandonó. 

Cuando volvió a abrir los ojos, ya no estaba en el Bosque de Robles.

Mutis se encontraba en una sala llena de libros, pergaminos y herramientas extrañas que nunca había visto antes. Su reflejo en un espejo cercano mostraba un rostro diferente: más joven, con ojos claros y brillantes de inteligencia. Llevaba ropas finas y una pluma en la mano.

Un hombre entró en la habitación, saludándolo con una inclinación de cabeza.

—Maestro José Celestino —dijo—, el carruaje está listo para emprender su expedición botánica.

Mutis parpadeó, intentando comprender. En este nuevo tiempo, en este nuevo cuerpo, ya no era Mutis el borracho. Era José Celestino Mutis, un erudito y botánico reconocido, al parecer a punto de embarcarse en una ambiciosa aventura.

Con el peso de su nueva vida y propósito, sintió una claridad que nunca antes había tenido. El recuerdo de Arami y Yari permanecía en su mente, no como un sueño, sino como un recordatorio de lo que había logrado y de las segundas oportunidades que la vida podía ofrecer.

—Estoy listo —dijo con firmeza.


martes, 28 de enero de 2025

El obelisco de Enciso


 El obelisco de Enciso

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama

Extracto del libro: ECOS DE LO IMPOSIBLE - Disponible en Amazon.


A la sombra de las exuberantes montañas de Enciso, un joven artista llamado Salvador Berríos anunció una idea que cambiaría el destino del lugar. Salvador era conocido por sus maneras peculiares: pintaba en hojas de plátano, esculpía con granos de café y susurraba poesía al viento. Pero esta vez, su visión era monumental.

—Construiremos un obelisco —declaró desde lo alto de la fuente de la plaza del pueblo, con los ojos llenos de inspiración—. Una columna imponente que perforará los cielos, inscrita con símbolos de nuestras almas.

Los habitantes murmuraron, confundidos e intrigados. Salvador continuó:

—¡No serán jeroglíficos egipcios, no! Serán nuestros. Símbolos nacidos de nuestras historias, nuestros secretos, nuestros sueños.

Las primeras protestas no vinieron de la gente, sino de los sacerdotes del pueblo. El padre Gabino, severo y autoritario, condenó la idea como herética.

—¿Un obelisco? ¡Un monumento pagano a la vanidad! —exclamó durante la misa dominical—. Solo a través de la Iglesia encontramos a Dios, no mediante ídolos elevados.

Las amenazas del padre Gabino se volvieron más duras. Advirtió a Salvador sobre la excomunión e instó a los habitantes a rechazar al artista y su locura. Pero Salvador no se dejó intimidar. Comenzó a pegar sus diseños en las paredes de su pequeño estudio, creando símbolos que parecían brillar con un significado oculto.

Un sorprendente grupo de habitantes comenzó a apoyar a Salvador.

—¿Por qué no? —dijo Doña Carmen, una panadera viuda—. Si Dios está en la cima de todo, ¿por qué habría de preocuparle una expresión cultural que rompa la monotonía de nuestro municipio? ¿No nos hizo el creador a su imagen, por qué no habríamos nosotros también de crear?

Otros estuvieron de acuerdo, atraídos por la pasión de Salvador y la idea de dejar huella.

Pronto, el proyecto cobró impulso. Los vecinos aportaron no solo su entusiasmo, sino también sus ahorros. Salvador alentó a todos a diseñar sus propios jeroglíficos, símbolos que serían modelados en arcilla, cocidos y esmaltados y puestos sobre el obelisco a manera de enchapado. Lo que comenzó como la visión de Salvador se convirtió en un esfuerzo colectivo.

Entre los partidarios estaba Don Aurelio, un poderoso terrateniente cuyas vastas fincas se extendían por las colinas de Enciso.

—Tengo tierra —dijo acariciando su barba—. Úsenla. Construyan su obelisco donde reciba la primera luz del amanecer.

El sitio elegido fue una colina cubierta de hierba con vistas al valle. Los trabajadores llegaron con herramientas, cargando piedra y madera. El obelisco comenzó a elevarse, su superficie adornada con imágenes que contaban historias de amor, pérdida, fe y desafío. Salvador trabajó incansablemente, guiando a los artesanos y prestando ayuda donde fuera necesario. 

Pero la oposición no descansó. El padre Gabino y sus aliados organizaron protestas, rezando frente al monumento en construcción. Se propagaron rumores de maldiciones y castigos divinos. Las tensiones en Enciso alcanzaron un punto crítico, dividiendo familias y amistades.

Una noche, un incendio arrasó el sitio de construcción. Las llamas consumieron los andamios, y los vecinos se apresuraron a salvar su obra. Salvador, con el rostro cubierto de hollín, gritaba por calma en medio del caos. Aunque gran parte de los soportes de madera se perdió, el obelisco permaneció intacto, como un testimonio de la determinación de los habitantes.

El incendio pareció galvanizar aún más a la gente. Las donaciones aumentaron y los trabajadores se esforzaron con renovado vigor. Incluso algunos de los escépticos comenzaron a dejar su huella, modelando sus propios símbolos. Cada jeroglífico se convirtió en un hilo del tapiz del alma colectiva de Enciso.

Pasaron los meses y el obelisco alcanzó su cúspide. Se alzaba más alto que cualquier edificio de la región, un faro visible a kilómetros de distancia. Salvador subió a su cima una última vez antes de desmontar los andamios y colocó un resplandor dorado, un símbolo de unidad y aspiración.

Los sacerdotes nunca cesaron en su condena, pero no obstante, el obelisco se convirtió en un sitio de peregrinación para soñadores, poetas y buscadores, un monumento a la rebeldía y un testimonio del poder de los sueños colectivos.

La primera aurora después del solsticio de invierno bañó con una luz dorada el valle de Enciso, iluminando el obelisco. Allí estaba, erguido y silencioso en la cima de la colina, con el resplandor dorado en su cúspide brillando como fuego. Diez trabajadores estaban reunidos en su base, listos para empezar su jornada, y quedaron fascinados al ver cómo a medida que el sol ascendía, la sombra del obelisco se extendía larga y profunda, atravesando la niebla matinal como una lanza negra. Los trabajadores quedaron como hipnotizados, cuando la sombra comenzó a ondular de forma antinatural. Luego, cambió.

—Está viva —susurró uno de ellos.

Ante sus ojos, la sombra se transformó en la inconfundible figura de una serpiente, con escamas oscuras que brillaban con un resplandor sobrenatural. Pero no era una serpiente común: su piel estaba cubierta de intrincados grabados, los mismos símbolos del obelisco, que ahora brillaban débilmente. Los trabajadores gritaron de terror cuando los grabados en el obelisco comenzaron a desvanecerse, como si fueran absorbidos por la sombra.

Cuando la serpiente se deslizó fuera de su vista, el obelisco estaba liso. Los trabajadores se miraron, atónitos. 

Algo andaba mal.

—¿Qué… qué fue lo que fue lo que modelé? —balbuceó uno de ellos, llevándose las manos a la cabeza.

Los demás parecían igualmente desconcertados, con sus recuerdos hechos pedazos como fragmentos de vidrio roto. 

Al llegar de vuelta al pueblo notaron que lo mismo había sucedido con todo aquel que había participado en el proyecto. No podían recordar las historias detrás de los símbolos que habían diseñado con tanto esmero. Solo quedaba un vacío doloroso, como si algo vital les hubiera sido arrebatado.

Para el mediodía, una multitud se había reunido alrededor del obelisco, en un caos de acusaciones y rezos. El padre Gabino llegó, flanqueado por un grupo de fieles devotos. Alzó las manos, y la multitud pidió silencio.

—¡Esto es un castigo divino! —declaró, su voz resonando por las colinas—. Desafiaron a Dios con esta monstruosidad pagana, ¡y ahora Él ha mostrado su ira! Han pagado el precio de su arrogancia.

A aquellos que habían perdido sus recuerdos los comenzaron a llamar los “sin memoria”, o simplemente los “sin” para distinguirlos de aquellos que aun la conservaban, y quienes se auto denominaron los “con”.

Los “sin”, lucían perdidos y asustados. Se aferraban a los fragmentos de sus recuerdos, la pérdida era innegable. Mientras tanto, los “con”, aquellos que no tuvieron nada que ver con el obelisco, murmuraban sobre ellos, con alivio.

En medio del caos, Armando Palacios observaba desde la distancia, con el corazón latiendo con fuerza. Era uno de los “con”, no tocado por la extraña maldición de la serpiente. Pero, en el fondo, sentía una culpa creciente.

Meses atrás, Salvador lo había animado a presentar un diseño para el obelisco. Armando había dibujado algo que pensaba que sería profundo: el obelisco mismo, con su sombra transformándose en una serpiente. Le pareció una metáfora ingeniosa de la dualidad y lo desconocido. Pero, en el último momento, dudó. Arrugó el boceto y lo tiró. 

El boceto saltó por sí mismo de la papelera, se desarrugó y allí, frente a los ojos de Armando se plegó formando un avión de papel y salió por la ventana.

—El diablo se robó mi diseño —dijo Armando.

Era como si la sombra-serpiente hubiera estado esperando que él le diera vida y, al negarse, emergió en sus propios términos.

El pueblo de Enciso se fracturó aún más en los días que siguieron. Los “sin” se llenaron de amargura y rabia, culpando a Salvador por sus pérdidas.

—Él trajo esta maldición con su orgullo —decían. Muchos exigieron que el obelisco fuera demolido.

Pero los “con”, también se dividieron. Algunos permanecieron del lado del padre Gabino, viendo el obelisco como una blasfemia. Otros defendieron a Salvador, argumentando que el obelisco era una obra de arte y un símbolo de la aspiración humana.

Salvador, por su parte, se sumió en la desesperación. Alguna vez un visionario celebrado, ahora vagaba por las calles de Enciso con ojos hundidos y mejillas demacradas, murmurando para sí mismo. Juraba que nunca había planeado esto, que el obelisco estaba destinado a unir al pueblo, no a dividirlo.

Armando guardó su secreto sobre el boceto, pero este lo atormentaba. Comenzó a soñar con la sombra-serpiente, cuyas escamas brillantes se retorcían mientras susurraba palabras incomprensibles. Despertaba empapado en sudor frío, con la imagen del obelisco liso y vacío grabada en su mente.

Impulsado por la culpa, Armando visitó a Salvador.

—No se suponía que fuera así —dijo Salvador—. El obelisco estaba destinado a guardar nuestras historias para siempre. No a borrarlas.

—Tal vez no era tu obelisco —respondió Armando con cautela.

—¿Qué quieres decir?

Armando dudó, luego le habló del incidente con el boceto.

—Tras la sombra de la serpiente se esconde un poder más antiguo que el mismo mundo —concluyó.

Enciso se tambaleaba al borde del colapso. El obelisco permanecía en silencio y liso. Los “sin” se desesperaban, buscando maneras de recuperar lo que habían perdido. Los “con”, sentían que su rabia hacia los “sin” no era propia, sino como una proyección y temían que también ellos estuvieran siendo víctimas de una maldición.

Armando, atrapado entre la culpa y la determinación, tuvo un día una revelación: “Todo comenzó con un boceto”, se dijo, “y un boceto lo puede terminar”.

 Su nuevo diseño era audaz: una serpiente que volvía hacia el obelisco, como regresando a su origen.

Durante semanas pensó en la forma de activar el boceto, pero nada se le ocurría. Aunque no era religioso, fue a la iglesia en busca de inspiración, pero la encontró llena, se celebraba un funeral.

Al día siguiente lo intentó de nuevo con el mismo resultado, solo que ahora no se trataba de un funeral, sino de un bautizo.

—Lo tengo —dijo Armando—. Principio y final, alfa y omega, el secreto está en la iglesia. Allí celebramos la llegada, pero también la despedida.

Bajo el amparo de la oscuridad, él y Salvador se deslizaron dentro de la iglesia del pueblo en medio de la noche. Con pinceles y pigmentos naturales, pintaron el diseño en el suelo de la nave. La serpiente resplandecía con escamas que brillaban con patrones intrincados y representaban los grabados perdidos del obelisco.

Al amanecer, la obra estaba terminada. Los conspiradores salieron de la iglesia sin decir una palabra, y abrieron la puerta de par en par para que  su diseño absorbiera los primeros rayos del sol.

Mientras los habitantes comenzaban sus rutinas diarias, notaron un extraño cambio. Su pensamiento se hacía claro, audaz. Aquella extraña sensación los acompañó todo el día, y al atardecer sintieron la necesidad de estar cerca al obelisco.

Mientras el sol se ocultaba, la sombra del obelisco volvió a extenderse. Esta vez, la serpiente no emergió de la sombra, sino que saliendo de los matorrales siguió su curso para regresar al monumento. Su piel aún llevaba los símbolos del obelisco, que brillaban con mayor intensidad con cada momento que pasaba.

Los habitantes observaron en silencio atónitos cómo la serpiente se enroscaba alrededor de la base del obelisco y comenzaba a disolverse en su superficie. Los grabados reaparecieron, más ricos e intrincados que antes, cada símbolo lleno de significado. Mientras miraban, los “sin” comenzaron a llorar, oleadas de emociones olvidadas inundaban de nuevo sus mentes.

Los recuerdos devueltos no solo estaban completos; eran más profundos, impregnados de una nueva comprensión y perspicacia.

 Veían conexiones que otros no podían, encontraban significado en lo cotidiano y hablaban en acertijos que insinuaban verdades profundas. Su sabiduría los distinguía, pero sabían que revelar abiertamente su transformación podría provocar miedo y envidia. Por ahora, eligieron esconderse a plena vista, fingiendo ser como los antiguos “con” mientras ayudaban silenciosamente a su comunidad con su nueva percepción.

Cuando el padre Gabino se enteró del regreso de la serpiente y de la restauración de los grabados del obelisco, no tardó en proclamarlo como un milagro.

Poco después del retorno de la serpiente, Salvador recibió una beca para estudiar arte en París.



El Cristo tallado


 El Cristo tallado

Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama


El sacerdote leyó dos veces la carta y la dejó sobre el escritorio, como si al soltarla pudiera alejar de su mente la responsabilidad que esta traía consigo. Sus manos temblaron levemente cuando tomó la botella de coñac y vertió una medida generosa en un vaso de cristal. No era su costumbre beber a esas horas, pero sentía que el contenido de aquella misiva justificaba el desliz.

Se acercó a la ventana y contempló el jardín interior de la Casa Cural, buscando en el orden geométrico de los arbustos y las flores algún consuelo para el desasosiego que lo embargaba. El aire fresco de la mañana entraba por la ventana entreabierta, pero ni eso lograba calmar la inquietud que le hervía en el pecho.

Había dos cosas que no dejaban de darle vueltas en la cabeza. La primera era que la carta estaba firmada por el obispo, un hombre poderoso, imponente, acostumbrado a imponer su voluntad sin admitir réplica. El sacerdote conocía de sobra la reputación del obispo y sabía que desobedecerle era impensable.

La segunda, y quizá la más perturbadora, era que la orden del obispo involucraba los servicios de Nacho el tallador, un hombre al que el sacerdote consideraba un alma perdida, un descarriado condenado al fuego eterno. ¿Cómo se le ocurría al obispo que ese degenerado tallara el rostro de Nuestro Señor?

El sacerdote regresó al escritorio, tomó la carta nuevamente y la leyó por tercera vez, como si esperara que las palabras cambiaran por arte de magia. Pero allí seguía, clara y precisa, la instrucción del obispo.

Quería una talla del Cristo crucificado, tamaño natural, y sobre todo, y ese "sobre todo" estaba subrayado con tinta gruesa, el rostro debía reflejar el pesar del tormento, pero también una paz insondable y una esperanza que elevara el espíritu de los fieles.

Durante una visita al pueblo, el obispo había comprado un armadillo tallado por Nacho, una pieza que, según decía en la carta, era una prueba irrefutable del talento del hombre. Tal era su aprecio por la talla que aún la conservaba sobre su escritorio, como un tesoro personal.

El sacerdote resopló con desdén. "Una cosa es tallar un armadillo y otra, muy distinta, el rostro del Redentor".

La orden era clara: el Cristo debía estar terminado e instalado en la capilla de la colina antes de las celebraciones de Semana Santa.

Con un suspiro resignado, hizo sonar la pequeña campana de bronce que descansaba sobre su escritorio. Al instante, dos diáconos entraron en la habitación, inclinando la cabeza en señal de respeto.

—Id en busca de Nacho el tallador —les ordenó—. Informadle que debe presentarse aquí cuanto antes. Hay un encargo que no puede esperar.

Los diáconos intercambiaron una mirada rápida antes de asentir y retirarse, dejando al sacerdote solo con sus pensamientos. Este se dejó caer en la silla, mirando nuevamente la carta.

Los diáconos no encontraron a Nacho en su taller, sino en la taberna del pueblo, sumido en un estado de ebriedad tan avanzado que apenas podía mantenerse sentado. El olor a aguardiente era tan penetrante que los diáconos se miraron, resignados, antes de acercarse a él. Intentaron hablarle, explicarle el encargo del obispo y la urgencia del asunto, pero sus palabras se estrellaban contra la muralla etílica que envolvía a Nacho. Apenas les dirigió una mirada vidriosa antes de volver a concentrarse en su vaso.

Sin otra opción, los diáconos regresaron a la Casa Cural con las manos vacías y la noticia de que necesitarían más tiempo. Fue necesario esperar dos días completos hasta que Nacho estuviera lo suficientemente sobrio como para mantener una conversación coherente. 

Nacho se negó a poner siquiera un pie en la Casa Cural.

El resentimiento de Nacho hacia el párroco, era un tema conocido, aunque nunca discutido abiertamente. Para Nacho, el párroco no era más que un símbolo de hipocresía: un hombre que predicaba amor y perdón desde el púlpito, pero que en privado era rígido, intransigente y, sobre todo, despectivo hacia aquellos que no encajaban en su molde de moralidad.

En una ocasión, durante una fiesta patronal, Nacho fue acusado injustamente de causar disturbios en la plaza central, una acusación que el párroco no tardó en reforzar desde el altar. Fue un episodio humillante para el tallador, que le costó dos días de cárcel y la pérdida de varios amigos. Desde entonces, había jurado evitar cualquier contacto con la iglesia y su representante.

Los díaconos estaban preparados para una eventual negativa de Nacho.

—Si no cumple con esto —le advirtió uno de ellos, con tono severo—, el párroco tiene los medios para desalojarlo de su taller. Usted lo sabe bien.

La amenaza, directa y contundente, hizo que Nacho titubeara. Amaba su oficio. Su taller no era solamente su única fuente de ingresos. Toda su vida estaba allí. 

Después de un largo silencio, accedió a regañadientes y firmó el contrato con una caligrafía temblorosa.

Poco después, Nacho se enteró de la verdadera naturaleza del encargo, y la noticia no llegó de manera convencional. Una de las cocineras de la Casa Cural, con quien Nacho había tenido un amorío tiempo atrás, le confió en secreto que el encargo del Cristo crucificado no era un acto de fe o devoción. Por el contrario, se trataba de una cuestión de orgullo eclesiástico. Según se comentaba en los pasillos de la Casa Cural con base en conversaciones telefónicas “interceptadas”, el obispo había hecho una apuesta con otros tres obispos para determinar quién podía obtener la mejor talla del Cristo en su diócesis.

Escuchar la palabra “concurso” cambió por completo la actitud de Nacho. Su espíritu era competitivo, siempre se sintió el número uno en su profesión. De haber sabido que se trataba de una oportunidad para poner de manifiesto su supremacía, hubiera aceptado la oferta al instante. Incluso hubiera pagado por ella.

Cuando comenzó a reunir sus herramientas y a pensar en el rostro que debía tallar, la imagen del Cristo crucificado fue tomando forma en su mente y reforzó su entusiasmo.

En sus momentos de sobriedad, Nacho era un verdadero artista. Cuando se sumergía en su trabajo, lo hacía con una intensidad absoluta, con la precisión y la concentración de un neurocirujano en plena operación.

Recordó algo que había visto en un documental, sobre cómo algunos cirujanos escuchan música específica para mantenerse enfocados durante procedimientos delicados. Fue entonces cuando recordó un par de CDs de segunda mano con las sonatas de Bach que había comprado en una visita a la ciudad. 

—Pesar, paz y esperanza —murmuró para sí mismo. El rostro del Cristo crucificado apareció con perfecta nitidez en su mente.

Le llevó más tiempo del esperado encontrar los CDs. Revolvió cajones, armarios y hasta una vieja maleta olvidada bajo la cama. Mientras removía el contenido de una caja en el rincón más oscuro del taller, sintió un pinchazo en la mano izquierda. El dolor que siguió fue tan intenso que lo hizo caer de rodillas y gritar con todas sus fuerzas.

El grito alertó a los vecinos, quienes acudieron corriendo y lo encontraron acurrucado en un rincón, sudando profusamente y murmurando incoherencias. La mano se le había inflamado hasta duplicar su tamaño, con los dedos rígidos y enrojecidos como si fueran a reventar. Entre delirios, Nacho repetía una y otra vez que el escorpión que lo había picado llevaba "la marca del diablo en su espalda".

Lo llevaron de inmediato al hospital, donde le administraron un par de ampolletas contra el dolor y calmantes para los nervios. Horas después, recostado en una cama con la mano envuelta en una bolsa llena de hielo, Nacho intentaba procesar lo sucedido. 

Nancy, la enfermera a cargo, con quien Nacho había tenido también un amorío, le anunció que tenía visita.

Nacho frunció el ceño. Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que los diáconos entraran a la habitación, sus rostros graves como siempre.

—El párroco no acepta excusas, Nacho —dijo uno de ellos sin rodeos—. Con picadura o sin picadura, la obra debe estar lista en cuatro días. Recuerda lo que está en juego: tu taller.

Nacho intentó replicar, pero el dolor y el cansancio lo dejaron sin palabras. Los diáconos se marcharon, no sin antes recordarle que la paciencia del sacerdote no era infinita.

Cuando Nancy regresó, preguntó:

—¿Malas noticias?

Nacho la puso al tanto de la situación y concluyó con un suspiro derrotado:

—Yo soy zurdo, Nancy. ¿Cómo esperan esos sujetos que pueda tallar algo así con esta mano inutilizada?

Nancy lo miró con dulzura.

—Para todo hay remedio, Nacho.

—Para esto no —replicó él, amargamente.

Nancy se acercó más y, tras asegurarse de que nadie los escuchaba, le habló en voz baja sobre una conocida suya que, según decía, tenía la capacidad de invocar fuerzas ocultas.

Nacho la miró con incredulidad.

—Ni pensarlo. Digan lo que digan, yo sé que no estoy condenado al infierno, y no pienso venderle mi alma a míster Satanás.

Nancy soltó una carcajada suave.

—Pero, Nacho, no todo tiene que ser manejado directamente por el poder supremo del mal. El mundo de las tinieblas también está regido por jerarquías, como el nuestro.

—Diablos son diablos, Nancy.

—En eso, permíteme que te contradiga. Si el diablo existe y todo lo que existe fue creado por Dios, entonces el diablo no es más que una de sus creaciones, una herramienta especial, digamos.

Los ojos de Nancy brillaron, y sus labios se curvaron en una sonrisa misteriosa. Nacho recordó por qué se había enamorado de ella.

—El precio —continúo Nancy—. No necesariamente tiene que ser tu alma. Tal vez puedas llegar a un acuerdo con ellos.

Nacho no respondió de inmediato. La idea le parecía absurda, pero algo en la mirada de Nancy lo desarmaba. Finalmente, ella le dio instrucciones precisas de cómo llegar al aposento de la supuesta bruja.

Una vez dado de alta, con su brazo izquierdo inmovilizado en un cabestrillo, Nacho se dirigió al encuentro de la hechicera, siguiendo las indicaciones que Nancy le había dado. La caminata hacia las afueras del pueblo, donde según se decía habitaba la mujer, fue larga y silenciosa. En su mente no había paz. Cada paso le recordaba que estaba cruzando un límite peligroso, uno que podría costarle más de lo que estaba dispuesto a perder.

En algún punto del camino, un perro comenzó a seguirlo. Era un animal de pelaje oscuro y ojos brillantes, demasiado brillantes. Al principio, Nacho lo ignoró, pensando que se trataba de uno de los tantos perros callejeros que rondaban por el pueblo. Sin embargo, cuando el animal persistió, incluso después de que Nacho cambiara de dirección varias veces, comenzó a inquietarse.

Se detuvo y se dio la vuelta, enfrentando al perro. Algo en su porte, en la manera en que lo miraba, lo hizo sentir un escalofrío. Había algo en ese animal que no era natural.

—Lárgate de aquí —gruñó Nacho, recogiendo una piedra y lanzándola con fuerza.

El perro no se movió y tras el impacto, sufrió una transformación.

Ante los ojos atónitos de Nacho, su forma se estiró y se alzó, el pelaje oscuro dio paso a una túnica blanca resplandeciente, y enormes alas de paloma se desplegaron con majestuosidad. Ante Nacho no estaba un demonio, como había temido, sino un ángel cuya presencia llenaba el aire de una energía que era a la vez sobrecogedora y tranquilizadora.

—¿Quién eres tú? —preguntó Nacho, su voz quebrándose con incredulidad.

—Soy Asequiel —respondió el ángel con una tono que resonaba como una melodía celestial. Cada palabra parecía borrar las dudas y el temor del corazón de Nacho, reemplazándolos con una calma profunda.

—¿Qué quieres de mí?

—No es lo que yo quiero, sino lo que tú necesitas —dijo Asequiel con serenidad—. Tengo la potestad de cumplir tu deseo.

—¿Y el precio? —preguntó Nacho, desconfiado aún.

El ángel lo miró con una mezcla de compasión y severidad antes de responder:

—Tu vida. 

Nacho tragó saliva.

—Tu antigua vida —continuó el ángel— marcada por el licor y bajas pasiones.

Después de un instante que le pareció eterno, asintió con solemnidad.

—Acepto.

Cuando Nacho llegó a su taller, un aire distinto lo envolvía. El bloque de madera que había preparado días antes ya no era un simple tronco. Se había transformado en una obra maestra, exactamente como Nacho la había imaginado en sus momentos de inspiración. El rostro del Cristo crucificado reflejaba el pesar del tormento, pero también la paz y la esperanza que el obispo había exigido, con una perfección tal que igualaba la de los grandes maestros del renacimiento.

El crucifijo fue instalado en la capilla de la colina, justo a tiempo para las celebraciones de Semana Santa. La obra fue alabada por todos los que la contemplaron.

Dado que pocas personas habían notado que Nacho era zurdo, dieron por sentado que la obra la había realizado en un esfuerzo desesperado con una sola mano.

En el concurso, los jueces, que juzgan con ojos humanos, le dieron el segundo lugar.