El obelisco de Enciso
Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama
Extracto del libro: ECOS DE LO IMPOSIBLE - Disponible en Amazon.
A la sombra de las exuberantes montañas de Enciso, un joven artista llamado Salvador Berríos anunció una idea que cambiaría el destino del lugar. Salvador era conocido por sus maneras peculiares: pintaba en hojas de plátano, esculpía con granos de café y susurraba poesía al viento. Pero esta vez, su visión era monumental.
—Construiremos un obelisco —declaró desde lo alto de la fuente de la plaza del pueblo, con los ojos llenos de inspiración—. Una columna imponente que perforará los cielos, inscrita con símbolos de nuestras almas.
Los habitantes murmuraron, confundidos e intrigados. Salvador continuó:
—¡No serán jeroglíficos egipcios, no! Serán nuestros. Símbolos nacidos de nuestras historias, nuestros secretos, nuestros sueños.
Las primeras protestas no vinieron de la gente, sino de los sacerdotes del pueblo. El padre Gabino, severo y autoritario, condenó la idea como herética.
—¿Un obelisco? ¡Un monumento pagano a la vanidad! —exclamó durante la misa dominical—. Solo a través de la Iglesia encontramos a Dios, no mediante ídolos elevados.
Las amenazas del padre Gabino se volvieron más duras. Advirtió a Salvador sobre la excomunión e instó a los habitantes a rechazar al artista y su locura. Pero Salvador no se dejó intimidar. Comenzó a pegar sus diseños en las paredes de su pequeño estudio, creando símbolos que parecían brillar con un significado oculto.
Un sorprendente grupo de habitantes comenzó a apoyar a Salvador.
—¿Por qué no? —dijo Doña Carmen, una panadera viuda—. Si Dios está en la cima de todo, ¿por qué habría de preocuparle una expresión cultural que rompa la monotonía de nuestro municipio? ¿No nos hizo el creador a su imagen, por qué no habríamos nosotros también de crear?
Otros estuvieron de acuerdo, atraídos por la pasión de Salvador y la idea de dejar huella.
Pronto, el proyecto cobró impulso. Los vecinos aportaron no solo su entusiasmo, sino también sus ahorros. Salvador alentó a todos a diseñar sus propios jeroglíficos, símbolos que serían modelados en arcilla, cocidos y esmaltados y puestos sobre el obelisco a manera de enchapado. Lo que comenzó como la visión de Salvador se convirtió en un esfuerzo colectivo.
Entre los partidarios estaba Don Aurelio, un poderoso terrateniente cuyas vastas fincas se extendían por las colinas de Enciso.
—Tengo tierra —dijo acariciando su barba—. Úsenla. Construyan su obelisco donde reciba la primera luz del amanecer.
El sitio elegido fue una colina cubierta de hierba con vistas al valle. Los trabajadores llegaron con herramientas, cargando piedra y madera. El obelisco comenzó a elevarse, su superficie adornada con imágenes que contaban historias de amor, pérdida, fe y desafío. Salvador trabajó incansablemente, guiando a los artesanos y prestando ayuda donde fuera necesario.
Pero la oposición no descansó. El padre Gabino y sus aliados organizaron protestas, rezando frente al monumento en construcción. Se propagaron rumores de maldiciones y castigos divinos. Las tensiones en Enciso alcanzaron un punto crítico, dividiendo familias y amistades.
Una noche, un incendio arrasó el sitio de construcción. Las llamas consumieron los andamios, y los vecinos se apresuraron a salvar su obra. Salvador, con el rostro cubierto de hollín, gritaba por calma en medio del caos. Aunque gran parte de los soportes de madera se perdió, el obelisco permaneció intacto, como un testimonio de la determinación de los habitantes.
El incendio pareció galvanizar aún más a la gente. Las donaciones aumentaron y los trabajadores se esforzaron con renovado vigor. Incluso algunos de los escépticos comenzaron a dejar su huella, modelando sus propios símbolos. Cada jeroglífico se convirtió en un hilo del tapiz del alma colectiva de Enciso.
Pasaron los meses y el obelisco alcanzó su cúspide. Se alzaba más alto que cualquier edificio de la región, un faro visible a kilómetros de distancia. Salvador subió a su cima una última vez antes de desmontar los andamios y colocó un resplandor dorado, un símbolo de unidad y aspiración.
Los sacerdotes nunca cesaron en su condena, pero no obstante, el obelisco se convirtió en un sitio de peregrinación para soñadores, poetas y buscadores, un monumento a la rebeldía y un testimonio del poder de los sueños colectivos.
La primera aurora después del solsticio de invierno bañó con una luz dorada el valle de Enciso, iluminando el obelisco. Allí estaba, erguido y silencioso en la cima de la colina, con el resplandor dorado en su cúspide brillando como fuego. Diez trabajadores estaban reunidos en su base, listos para empezar su jornada, y quedaron fascinados al ver cómo a medida que el sol ascendía, la sombra del obelisco se extendía larga y profunda, atravesando la niebla matinal como una lanza negra. Los trabajadores quedaron como hipnotizados, cuando la sombra comenzó a ondular de forma antinatural. Luego, cambió.
—Está viva —susurró uno de ellos.
Ante sus ojos, la sombra se transformó en la inconfundible figura de una serpiente, con escamas oscuras que brillaban con un resplandor sobrenatural. Pero no era una serpiente común: su piel estaba cubierta de intrincados grabados, los mismos símbolos del obelisco, que ahora brillaban débilmente. Los trabajadores gritaron de terror cuando los grabados en el obelisco comenzaron a desvanecerse, como si fueran absorbidos por la sombra.
Cuando la serpiente se deslizó fuera de su vista, el obelisco estaba liso. Los trabajadores se miraron, atónitos.
Algo andaba mal.
—¿Qué… qué fue lo que fue lo que modelé? —balbuceó uno de ellos, llevándose las manos a la cabeza.
Los demás parecían igualmente desconcertados, con sus recuerdos hechos pedazos como fragmentos de vidrio roto.
Al llegar de vuelta al pueblo notaron que lo mismo había sucedido con todo aquel que había participado en el proyecto. No podían recordar las historias detrás de los símbolos que habían diseñado con tanto esmero. Solo quedaba un vacío doloroso, como si algo vital les hubiera sido arrebatado.
Para el mediodía, una multitud se había reunido alrededor del obelisco, en un caos de acusaciones y rezos. El padre Gabino llegó, flanqueado por un grupo de fieles devotos. Alzó las manos, y la multitud pidió silencio.
—¡Esto es un castigo divino! —declaró, su voz resonando por las colinas—. Desafiaron a Dios con esta monstruosidad pagana, ¡y ahora Él ha mostrado su ira! Han pagado el precio de su arrogancia.
A aquellos que habían perdido sus recuerdos los comenzaron a llamar los “sin memoria”, o simplemente los “sin” para distinguirlos de aquellos que aun la conservaban, y quienes se auto denominaron los “con”.
Los “sin”, lucían perdidos y asustados. Se aferraban a los fragmentos de sus recuerdos, la pérdida era innegable. Mientras tanto, los “con”, aquellos que no tuvieron nada que ver con el obelisco, murmuraban sobre ellos, con alivio.
En medio del caos, Armando Palacios observaba desde la distancia, con el corazón latiendo con fuerza. Era uno de los “con”, no tocado por la extraña maldición de la serpiente. Pero, en el fondo, sentía una culpa creciente.
Meses atrás, Salvador lo había animado a presentar un diseño para el obelisco. Armando había dibujado algo que pensaba que sería profundo: el obelisco mismo, con su sombra transformándose en una serpiente. Le pareció una metáfora ingeniosa de la dualidad y lo desconocido. Pero, en el último momento, dudó. Arrugó el boceto y lo tiró.
El boceto saltó por sí mismo de la papelera, se desarrugó y allí, frente a los ojos de Armando se plegó formando un avión de papel y salió por la ventana.
—El diablo se robó mi diseño —dijo Armando.
Era como si la sombra-serpiente hubiera estado esperando que él le diera vida y, al negarse, emergió en sus propios términos.
El pueblo de Enciso se fracturó aún más en los días que siguieron. Los “sin” se llenaron de amargura y rabia, culpando a Salvador por sus pérdidas.
—Él trajo esta maldición con su orgullo —decían. Muchos exigieron que el obelisco fuera demolido.
Pero los “con”, también se dividieron. Algunos permanecieron del lado del padre Gabino, viendo el obelisco como una blasfemia. Otros defendieron a Salvador, argumentando que el obelisco era una obra de arte y un símbolo de la aspiración humana.
Salvador, por su parte, se sumió en la desesperación. Alguna vez un visionario celebrado, ahora vagaba por las calles de Enciso con ojos hundidos y mejillas demacradas, murmurando para sí mismo. Juraba que nunca había planeado esto, que el obelisco estaba destinado a unir al pueblo, no a dividirlo.
Armando guardó su secreto sobre el boceto, pero este lo atormentaba. Comenzó a soñar con la sombra-serpiente, cuyas escamas brillantes se retorcían mientras susurraba palabras incomprensibles. Despertaba empapado en sudor frío, con la imagen del obelisco liso y vacío grabada en su mente.
Impulsado por la culpa, Armando visitó a Salvador.
—No se suponía que fuera así —dijo Salvador—. El obelisco estaba destinado a guardar nuestras historias para siempre. No a borrarlas.
—Tal vez no era tu obelisco —respondió Armando con cautela.
—¿Qué quieres decir?
Armando dudó, luego le habló del incidente con el boceto.
—Tras la sombra de la serpiente se esconde un poder más antiguo que el mismo mundo —concluyó.
Enciso se tambaleaba al borde del colapso. El obelisco permanecía en silencio y liso. Los “sin” se desesperaban, buscando maneras de recuperar lo que habían perdido. Los “con”, sentían que su rabia hacia los “sin” no era propia, sino como una proyección y temían que también ellos estuvieran siendo víctimas de una maldición.
Armando, atrapado entre la culpa y la determinación, tuvo un día una revelación: “Todo comenzó con un boceto”, se dijo, “y un boceto lo puede terminar”.
Su nuevo diseño era audaz: una serpiente que volvía hacia el obelisco, como regresando a su origen.
Durante semanas pensó en la forma de activar el boceto, pero nada se le ocurría. Aunque no era religioso, fue a la iglesia en busca de inspiración, pero la encontró llena, se celebraba un funeral.
Al día siguiente lo intentó de nuevo con el mismo resultado, solo que ahora no se trataba de un funeral, sino de un bautizo.
—Lo tengo —dijo Armando—. Principio y final, alfa y omega, el secreto está en la iglesia. Allí celebramos la llegada, pero también la despedida.
Bajo el amparo de la oscuridad, él y Salvador se deslizaron dentro de la iglesia del pueblo en medio de la noche. Con pinceles y pigmentos naturales, pintaron el diseño en el suelo de la nave. La serpiente resplandecía con escamas que brillaban con patrones intrincados y representaban los grabados perdidos del obelisco.
Al amanecer, la obra estaba terminada. Los conspiradores salieron de la iglesia sin decir una palabra, y abrieron la puerta de par en par para que su diseño absorbiera los primeros rayos del sol.
Mientras los habitantes comenzaban sus rutinas diarias, notaron un extraño cambio. Su pensamiento se hacía claro, audaz. Aquella extraña sensación los acompañó todo el día, y al atardecer sintieron la necesidad de estar cerca al obelisco.
Mientras el sol se ocultaba, la sombra del obelisco volvió a extenderse. Esta vez, la serpiente no emergió de la sombra, sino que saliendo de los matorrales siguió su curso para regresar al monumento. Su piel aún llevaba los símbolos del obelisco, que brillaban con mayor intensidad con cada momento que pasaba.
Los habitantes observaron en silencio atónitos cómo la serpiente se enroscaba alrededor de la base del obelisco y comenzaba a disolverse en su superficie. Los grabados reaparecieron, más ricos e intrincados que antes, cada símbolo lleno de significado. Mientras miraban, los “sin” comenzaron a llorar, oleadas de emociones olvidadas inundaban de nuevo sus mentes.
Los recuerdos devueltos no solo estaban completos; eran más profundos, impregnados de una nueva comprensión y perspicacia.
Veían conexiones que otros no podían, encontraban significado en lo cotidiano y hablaban en acertijos que insinuaban verdades profundas. Su sabiduría los distinguía, pero sabían que revelar abiertamente su transformación podría provocar miedo y envidia. Por ahora, eligieron esconderse a plena vista, fingiendo ser como los antiguos “con” mientras ayudaban silenciosamente a su comunidad con su nueva percepción.
Cuando el padre Gabino se enteró del regreso de la serpiente y de la restauración de los grabados del obelisco, no tardó en proclamarlo como un milagro.
Poco después del retorno de la serpiente, Salvador recibió una beca para estudiar arte en París.
No hay comentarios:
Publicar un comentario