El Cristo tallado
Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama
El sacerdote leyó dos veces la carta y la dejó sobre el escritorio, como si al soltarla pudiera alejar de su mente la responsabilidad que esta traía consigo. Sus manos temblaron levemente cuando tomó la botella de coñac y vertió una medida generosa en un vaso de cristal. No era su costumbre beber a esas horas, pero sentía que el contenido de aquella misiva justificaba el desliz.
Se acercó a la ventana y contempló el jardín interior de la Casa Cural, buscando en el orden geométrico de los arbustos y las flores algún consuelo para el desasosiego que lo embargaba. El aire fresco de la mañana entraba por la ventana entreabierta, pero ni eso lograba calmar la inquietud que le hervía en el pecho.
Había dos cosas que no dejaban de darle vueltas en la cabeza. La primera era que la carta estaba firmada por el obispo, un hombre poderoso, imponente, acostumbrado a imponer su voluntad sin admitir réplica. El sacerdote conocía de sobra la reputación del obispo y sabía que desobedecerle era impensable.
La segunda, y quizá la más perturbadora, era que la orden del obispo involucraba los servicios de Nacho el tallador, un hombre al que el sacerdote consideraba un alma perdida, un descarriado condenado al fuego eterno. ¿Cómo se le ocurría al obispo que ese degenerado tallara el rostro de Nuestro Señor?
El sacerdote regresó al escritorio, tomó la carta nuevamente y la leyó por tercera vez, como si esperara que las palabras cambiaran por arte de magia. Pero allí seguía, clara y precisa, la instrucción del obispo.
Quería una talla del Cristo crucificado, tamaño natural, y sobre todo, y ese "sobre todo" estaba subrayado con tinta gruesa, el rostro debía reflejar el pesar del tormento, pero también una paz insondable y una esperanza que elevara el espíritu de los fieles.
Durante una visita al pueblo, el obispo había comprado un armadillo tallado por Nacho, una pieza que, según decía en la carta, era una prueba irrefutable del talento del hombre. Tal era su aprecio por la talla que aún la conservaba sobre su escritorio, como un tesoro personal.
El sacerdote resopló con desdén. "Una cosa es tallar un armadillo y otra, muy distinta, el rostro del Redentor".
La orden era clara: el Cristo debía estar terminado e instalado en la capilla de la colina antes de las celebraciones de Semana Santa.
Con un suspiro resignado, hizo sonar la pequeña campana de bronce que descansaba sobre su escritorio. Al instante, dos diáconos entraron en la habitación, inclinando la cabeza en señal de respeto.
—Id en busca de Nacho el tallador —les ordenó—. Informadle que debe presentarse aquí cuanto antes. Hay un encargo que no puede esperar.
Los diáconos intercambiaron una mirada rápida antes de asentir y retirarse, dejando al sacerdote solo con sus pensamientos. Este se dejó caer en la silla, mirando nuevamente la carta.
Los diáconos no encontraron a Nacho en su taller, sino en la taberna del pueblo, sumido en un estado de ebriedad tan avanzado que apenas podía mantenerse sentado. El olor a aguardiente era tan penetrante que los diáconos se miraron, resignados, antes de acercarse a él. Intentaron hablarle, explicarle el encargo del obispo y la urgencia del asunto, pero sus palabras se estrellaban contra la muralla etílica que envolvía a Nacho. Apenas les dirigió una mirada vidriosa antes de volver a concentrarse en su vaso.
Sin otra opción, los diáconos regresaron a la Casa Cural con las manos vacías y la noticia de que necesitarían más tiempo. Fue necesario esperar dos días completos hasta que Nacho estuviera lo suficientemente sobrio como para mantener una conversación coherente.
Nacho se negó a poner siquiera un pie en la Casa Cural.
El resentimiento de Nacho hacia el párroco, era un tema conocido, aunque nunca discutido abiertamente. Para Nacho, el párroco no era más que un símbolo de hipocresía: un hombre que predicaba amor y perdón desde el púlpito, pero que en privado era rígido, intransigente y, sobre todo, despectivo hacia aquellos que no encajaban en su molde de moralidad.
En una ocasión, durante una fiesta patronal, Nacho fue acusado injustamente de causar disturbios en la plaza central, una acusación que el párroco no tardó en reforzar desde el altar. Fue un episodio humillante para el tallador, que le costó dos días de cárcel y la pérdida de varios amigos. Desde entonces, había jurado evitar cualquier contacto con la iglesia y su representante.
Los díaconos estaban preparados para una eventual negativa de Nacho.
—Si no cumple con esto —le advirtió uno de ellos, con tono severo—, el párroco tiene los medios para desalojarlo de su taller. Usted lo sabe bien.
La amenaza, directa y contundente, hizo que Nacho titubeara. Amaba su oficio. Su taller no era solamente su única fuente de ingresos. Toda su vida estaba allí.
Después de un largo silencio, accedió a regañadientes y firmó el contrato con una caligrafía temblorosa.
Poco después, Nacho se enteró de la verdadera naturaleza del encargo, y la noticia no llegó de manera convencional. Una de las cocineras de la Casa Cural, con quien Nacho había tenido un amorío tiempo atrás, le confió en secreto que el encargo del Cristo crucificado no era un acto de fe o devoción. Por el contrario, se trataba de una cuestión de orgullo eclesiástico. Según se comentaba en los pasillos de la Casa Cural con base en conversaciones telefónicas “interceptadas”, el obispo había hecho una apuesta con otros tres obispos para determinar quién podía obtener la mejor talla del Cristo en su diócesis.
Escuchar la palabra “concurso” cambió por completo la actitud de Nacho. Su espíritu era competitivo, siempre se sintió el número uno en su profesión. De haber sabido que se trataba de una oportunidad para poner de manifiesto su supremacía, hubiera aceptado la oferta al instante. Incluso hubiera pagado por ella.
Cuando comenzó a reunir sus herramientas y a pensar en el rostro que debía tallar, la imagen del Cristo crucificado fue tomando forma en su mente y reforzó su entusiasmo.
En sus momentos de sobriedad, Nacho era un verdadero artista. Cuando se sumergía en su trabajo, lo hacía con una intensidad absoluta, con la precisión y la concentración de un neurocirujano en plena operación.
Recordó algo que había visto en un documental, sobre cómo algunos cirujanos escuchan música específica para mantenerse enfocados durante procedimientos delicados. Fue entonces cuando recordó un par de CDs de segunda mano con las sonatas de Bach que había comprado en una visita a la ciudad.
—Pesar, paz y esperanza —murmuró para sí mismo. El rostro del Cristo crucificado apareció con perfecta nitidez en su mente.
Le llevó más tiempo del esperado encontrar los CDs. Revolvió cajones, armarios y hasta una vieja maleta olvidada bajo la cama. Mientras removía el contenido de una caja en el rincón más oscuro del taller, sintió un pinchazo en la mano izquierda. El dolor que siguió fue tan intenso que lo hizo caer de rodillas y gritar con todas sus fuerzas.
El grito alertó a los vecinos, quienes acudieron corriendo y lo encontraron acurrucado en un rincón, sudando profusamente y murmurando incoherencias. La mano se le había inflamado hasta duplicar su tamaño, con los dedos rígidos y enrojecidos como si fueran a reventar. Entre delirios, Nacho repetía una y otra vez que el escorpión que lo había picado llevaba "la marca del diablo en su espalda".
Lo llevaron de inmediato al hospital, donde le administraron un par de ampolletas contra el dolor y calmantes para los nervios. Horas después, recostado en una cama con la mano envuelta en una bolsa llena de hielo, Nacho intentaba procesar lo sucedido.
Nancy, la enfermera a cargo, con quien Nacho había tenido también un amorío, le anunció que tenía visita.
Nacho frunció el ceño. Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que los diáconos entraran a la habitación, sus rostros graves como siempre.
—El párroco no acepta excusas, Nacho —dijo uno de ellos sin rodeos—. Con picadura o sin picadura, la obra debe estar lista en cuatro días. Recuerda lo que está en juego: tu taller.
Nacho intentó replicar, pero el dolor y el cansancio lo dejaron sin palabras. Los diáconos se marcharon, no sin antes recordarle que la paciencia del sacerdote no era infinita.
Cuando Nancy regresó, preguntó:
—¿Malas noticias?
Nacho la puso al tanto de la situación y concluyó con un suspiro derrotado:
—Yo soy zurdo, Nancy. ¿Cómo esperan esos sujetos que pueda tallar algo así con esta mano inutilizada?
Nancy lo miró con dulzura.
—Para todo hay remedio, Nacho.
—Para esto no —replicó él, amargamente.
Nancy se acercó más y, tras asegurarse de que nadie los escuchaba, le habló en voz baja sobre una conocida suya que, según decía, tenía la capacidad de invocar fuerzas ocultas.
Nacho la miró con incredulidad.
—Ni pensarlo. Digan lo que digan, yo sé que no estoy condenado al infierno, y no pienso venderle mi alma a míster Satanás.
Nancy soltó una carcajada suave.
—Pero, Nacho, no todo tiene que ser manejado directamente por el poder supremo del mal. El mundo de las tinieblas también está regido por jerarquías, como el nuestro.
—Diablos son diablos, Nancy.
—En eso, permíteme que te contradiga. Si el diablo existe y todo lo que existe fue creado por Dios, entonces el diablo no es más que una de sus creaciones, una herramienta especial, digamos.
Los ojos de Nancy brillaron, y sus labios se curvaron en una sonrisa misteriosa. Nacho recordó por qué se había enamorado de ella.
—El precio —continúo Nancy—. No necesariamente tiene que ser tu alma. Tal vez puedas llegar a un acuerdo con ellos.
Nacho no respondió de inmediato. La idea le parecía absurda, pero algo en la mirada de Nancy lo desarmaba. Finalmente, ella le dio instrucciones precisas de cómo llegar al aposento de la supuesta bruja.
Una vez dado de alta, con su brazo izquierdo inmovilizado en un cabestrillo, Nacho se dirigió al encuentro de la hechicera, siguiendo las indicaciones que Nancy le había dado. La caminata hacia las afueras del pueblo, donde según se decía habitaba la mujer, fue larga y silenciosa. En su mente no había paz. Cada paso le recordaba que estaba cruzando un límite peligroso, uno que podría costarle más de lo que estaba dispuesto a perder.
En algún punto del camino, un perro comenzó a seguirlo. Era un animal de pelaje oscuro y ojos brillantes, demasiado brillantes. Al principio, Nacho lo ignoró, pensando que se trataba de uno de los tantos perros callejeros que rondaban por el pueblo. Sin embargo, cuando el animal persistió, incluso después de que Nacho cambiara de dirección varias veces, comenzó a inquietarse.
Se detuvo y se dio la vuelta, enfrentando al perro. Algo en su porte, en la manera en que lo miraba, lo hizo sentir un escalofrío. Había algo en ese animal que no era natural.
—Lárgate de aquí —gruñó Nacho, recogiendo una piedra y lanzándola con fuerza.
El perro no se movió y tras el impacto, sufrió una transformación.
Ante los ojos atónitos de Nacho, su forma se estiró y se alzó, el pelaje oscuro dio paso a una túnica blanca resplandeciente, y enormes alas de paloma se desplegaron con majestuosidad. Ante Nacho no estaba un demonio, como había temido, sino un ángel cuya presencia llenaba el aire de una energía que era a la vez sobrecogedora y tranquilizadora.
—¿Quién eres tú? —preguntó Nacho, su voz quebrándose con incredulidad.
—Soy Asequiel —respondió el ángel con una tono que resonaba como una melodía celestial. Cada palabra parecía borrar las dudas y el temor del corazón de Nacho, reemplazándolos con una calma profunda.
—¿Qué quieres de mí?
—No es lo que yo quiero, sino lo que tú necesitas —dijo Asequiel con serenidad—. Tengo la potestad de cumplir tu deseo.
—¿Y el precio? —preguntó Nacho, desconfiado aún.
El ángel lo miró con una mezcla de compasión y severidad antes de responder:
—Tu vida.
Nacho tragó saliva.
—Tu antigua vida —continuó el ángel— marcada por el licor y bajas pasiones.
Después de un instante que le pareció eterno, asintió con solemnidad.
—Acepto.
Cuando Nacho llegó a su taller, un aire distinto lo envolvía. El bloque de madera que había preparado días antes ya no era un simple tronco. Se había transformado en una obra maestra, exactamente como Nacho la había imaginado en sus momentos de inspiración. El rostro del Cristo crucificado reflejaba el pesar del tormento, pero también la paz y la esperanza que el obispo había exigido, con una perfección tal que igualaba la de los grandes maestros del renacimiento.
El crucifijo fue instalado en la capilla de la colina, justo a tiempo para las celebraciones de Semana Santa. La obra fue alabada por todos los que la contemplaron.
Dado que pocas personas habían notado que Nacho era zurdo, dieron por sentado que la obra la había realizado en un esfuerzo desesperado con una sola mano.
En el concurso, los jueces, que juzgan con ojos humanos, le dieron el segundo lugar.
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