jueves, 5 de abril de 2012

El mensaje robado


El mensaje robado
Texto original de Pacelli Torres.
Una disonacia en la cuerda de un violín me hizo perder el rumbo. En aquel tiempo era yo un mensajero estelar que viajaba por los tonos de la música. “El sonido no se propaga en el vacío”, me dirán los incredulos, pero lo cierto es que los mundos de los que hablo no se localizaban en el espacio sideral. Se desplazaban libremente con las ondas sonoras alargandose y contrayendose como lo había expuesto Doppler hace casi doscientos años.
Aquella leve disonancia hizo que mis alas rozaran algo similar a un asteroide y me precipité en caida libre por varios cientos de metros. Cuando finalmente recobré el control, noté que estaba flotando sobre un paraje desconocido. Si había entrado en el pensamiento de alguien más o si seguía mi rumbo pero algunas octavas más abajo no puedo decirlo con certeza.
Traté de ordenar mis pensamiento y recordé mi misión. Busqué con angustia el mensaje que debía transmitir. Con alivio noté que aun lo tenía conmigo.
Un niño de unos siete años había tomado sin permiso el violín de su padre y se había aventurado a arrancarle unos sonidos. Esa había sido la causa de mi caída, pero luego comprobé que también mi salvación. Un ejercito de etereos seres intergalácticos me había estado presiguiendo sin que yo lo notara y sin duda me habrían capturado y robado el mensaje. Debido a la misma disonancia habían caído un poco más abajo de donde yo estaba.
“Cuando te enfretas a un problema abstracto”, me había dicho mi Maestro, “debes concretizarlo.
Gracias al entrenamiento que había recibido pude transformar la situación poniendola en escala humana. El ejército perseguidor era ahora un puñado de nómadas habitantes del desierto que alrededor de una fogata habían pasado el tiempo contandose historias, sin embargo ahora parecían haber entrado en un altercado. Yo, por mi parte, me había convertido en un halcón que dando vueltas en el cielo los miraba con antención.
“Les digo que sólo hemos rezado tres veces aún nos faltan dos” decía uno. “No señor, está escrito en nuestro libro sagrado que mirar al cielo en silencio constituye una oración, y eso lo primero que hicimos cuando llegamos aquí” contradecía otro. “Pero hay que tener en cuenta”, añadía un tercero, “que el libro dice mirar al cielo en soledad y nosotros no estamos sólos, viajamos en grupo”. “¿Pero acaso no somos un grupo solitario?” se atrevió a preguntar el más joven con temor de verse contradecido enseguida.
Pero nadie dijo nada.
Con mis ojos de ave de presa pude escudriñar su mirada. En todos se había encendio la llama del odio y presentí que debía abortar mi misión pues ya no tenía sentido seguir protegiendo el mensaje. En mi mente se entabló una lucha, ¿valía la pena traicionar a mis superiores, o será que si cumplía cabamente mi misión ellos me reprocharían mi negligencia?. Lo poco que me quedaba de humano me impelía a abandonar aquel grupo a su suerte, después de todo eran mis enemigos. Mi naturaleza angelical, que aún estaba en desarrollo, me solicitaba hacer siempre lo correcto.
Dudé por unos minutos hasta que vi que uno se llevaba la mano al cinto buscando su espada curva, y ya no pude evitarlo. Me precipité hacia donde ellos estaban resignado a mi destino.
Me reconocieron enseguida y me capturaron sin dificultad. Esperé que si leían el mensaje, que con tanto esmero había yo preservado, entrarían en razón, y sólo pedí al cielo que antes de mi ejecución me dejara saber si mi sacrificio había sido en vano o no.
Una hermosa armonía llenó el ambiente y con ella levanté vuelo. El padre había encontrado al hijo infragantí con el costoso violín en las maños y lejos de enojarse había sonreido con satisfacción y le daba ahora su primera lección. Una ligera alteración en las emociones humanas y mi suerte hubiera sido muy diferente.
Abajo quedó el grupo de nómadas que olvidando momentáneamente su querella sobre el sentido de la oración, desdoblaban la manta púrpura donde estaba escrito el mensaje.
“La religión está aquí para liberarnos, no para esclavizarnos”, decía con letras doradas.

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