miércoles, 13 de julio de 2011

Un día de carnaval



Un día de Carnaval

Texto Original de Pacelli Torres


El carácter festivo se había extendido por todo el pueblo. Era tarde de carnaval. Desde hacía varios meses se habían preparado las elaboradas carrozas que le darían vida a la festividad. Se habían confeccionado también coloridos trajes para adornar las carrozas que animarían la fiesta, y el público expectante empezaba a tomar lugar en los balcones de las casas de los pudientes o en las ventanas de los no pudientes, o simplemente en las aceras del pueblo para gozar de primera mano la alegría del carnaval.


Era tarde de carnaval en el pueblo y nada más importaba. El sol brillaba en el cielo, una suave brisa refrescaba el ambiente y los músicos se dedicaban a afinar sus instrumentos y se daban los últimos toques a los disfraces de los participantes. Todo presagiaba que aquel sería un carnaval inolvidable.


El desfile de comparsas y carrozas comenzó a la hora que estaba proyectado, y todo el pueblo se inundó de música, baile y alegría. Todos quienes formaban parte del desfile tenían cubiertos sus rostros con máscaras multicolor cuidadosamente diseñadas y decoradas con plumas y escarcha.


Sí, todo era jolgorio y alegría en aquella tarde de carnaval.


Pero, sin que nadie lo sospechara, otro carnaval estaba a punto de comenzar. Se trataba del carnaval de los duendes, seres misteriosos que habitaban los campos y bosques que rodeaban al pueblo. Aquellos seres mágicos abandonaban sus moradas una vez cada cien años y por un día se mezclaban con los humanos. En aquella ocasión ese día coincidió con el carnaval.


Así que mientras el desfile avanzaba por las principales calles, los duendes se fueron infiltrando entre los marchantes, y, dado que todos estaban disfrazados, nadie notó su presencia.


Aquel fue sin duda un día extraordinario. El mejor carnaval de los últimos años, el más colorido, el mejor organizado.


Cuando se acercaba el final, una niña hérfana que vivía con su abuela en una casa miserable a las afueras del pueblo y que veía el carnaval por primera vez en su vida, notó que una lágrima se deslizaba tras la máscara de uno de los danzantes y caía al piso.


Cuando la música dejó de tocar se oyeron los sollozos de todos los que participaban en el desfile, y estos, al retirar sus máscaras, dejaron al descubierto sus rostros cargados de pena y dolor, insufrible tristeza o simple desesperación.


Nadie lo notó, pero una docena de figuras coloridas abandonaban el desfile llevando pesados sacos a sus espaldas y se dirigían a los campos y bosques que rodeaban el pueblo.


Los duendes traviesos habían robado la alegría a los humanos y la llevaban a sus escondites secretos, posiblemente al interior de la tierra.


El día de carnaval terminó, y todo se olvidó al día siguiente. Los habitantes secaron sus lágrimas y volvieron a sus trabajos, tal y como lo hubieran hecho si el carnaval hubiera sido normal. En tal caso habrían olvidado su momentanea alegría de un día y se hubieran ocupado de su rutina otra vez.


Solamente un habitante del pueblo recordó lo sucedido en el carnaval. La niña huérfana, que viera la primera lágrima, salíó a caminar por los campos en busca de frutas silvestres y con gran sorpresa encontró a los duendes regando los árboles con las alegrías que habían recogido en el carnaval.


Pasaron los meses y las frutas maduraron en los árboles. La niña y su abuela las recogieron y abrieron una venta. Todos quienes comían aquellas frutas sentían una profunda alegría en el centro de su corazón. La niña hérfana progresó y se mudó con su abuela a una de las mejores casas del pueblo. Y en cuanto a los demás habitantes, todos sintieron felicidad y bienestar permanentes.


Los duendes regresaron a sus escondites secretos, donde esperarán cien años para participar de nuevo en otro carnaval.

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