viernes, 4 de abril de 2014


La maldición
Relato original de Pacelli Torres, ganador del cuarto concurso nacional de cuento RCN-Ministerio de Educación

Un destello de luz proveniente del cielo iluminó la ventana y el cristal estalló en mil fragmentos.

Estaba escrito en la profecía que cuando esto sucediera la brisa entraría en el recinto e imprimiría su mensaje sobre el libro sagrado.

Varias veces leyó la anciana aquel libro, recibido como herencia de su madre, pero jamás pudo entender su significado.

Cuenta la leyenda, sin embargo, que un estudiante errabundo que se enteró de la historia quizo jugarle una broma a la anciana y llamó a su puerta haciéndose pasar por un gran hechicero.

Con la consabida ingenuidad de la gente sencilla la anciana acogió al joven en su casa y accedió a dejarle ver el libro siempre y cuando el cansado viajero comiera algo antes y descansara un rato.

Al cabo de un par de horas el libro fue abierto y con fingido terror el visitante exclamó: “No puede ser, el tiempo de la maldición ha llegado. Está claramente escrito aquí, aunque en lenguaje cifrado”

El pánico se extendió por todo el pueblo, pues, según el falso hechicero, una hueste de seres de las tinieblas invadiría el pueblo y todo aquel que tuviera oro u objetos de valor sería sometido a tormentos indescriptibles. La única forma de evitar tal tragedia, según el vivaz estudiante, sería arrojar todos los objetos valiosos al volcán Tatakum, antes de la próxima luna llena.

En el pueblo nadie sabía que hubiera un volcán cerca.

“Claro que no,” les aclaró el estudiante, “el camino a Tatakum sólo lo conocen los magos, y tienen suerte, porque mi tío me llevó varias veces allí cuando yo era niño.”

Y fue así, como al día siguiente el supuesto hechicero abandonaba el pueblo, en el carruaje del médico, y llevando consigo hasta la última prenda de valor de los agradecidos habitantes.

Cuando apareció la luna llena, gritos de espanto se oyeron por todo el pueblo. Tras las ventanas cerradas y al calor de las cocinas viejos y jóvenes se felicitaban entre sí, pues interpretaban esos gritos como el lamento de los demonios al saberse engañados.

Sólo la anciana dueña del libro permanecía en silencio contemplando la extraña escritura y con el inquieto presentimiento de que aquellos gritos no fueran de los demonios sino del ingenuo estudiante que pretendió engañarlos.

Pero, la bondad de la gente sencilla no tiene límites y de no ser por sus oraciones, yo no hubiera terminado mis estudios y ahora mismo no estaría escribiendo esto sino retorciendome en el infierno.

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